Ramona es un nombre que suena fuerte. Se abre con la erre de "rabuda", que es como llamamos en Galicia a las mujeres que expresan en alto su enfado cuando algo les parece mal en lugar de callarse y aguantar, que cuestionan las órdenes que se les dan en vez de obedecer ciegamente, que tienen respuesta para todos los "piropos" o burlas de los hombres que pretendían hacerles bajar la cabeza con vergüenza. Las "rabudas" nunca agachan la cabeza y siempre alzan la voz. No son dóciles ni sumisas y por eso se las tacha desde niñas de "rabudas", de tener "mal genio", de ser "imposibles" y "maleducadas". Para corregir esa anomalía antes de que se conviertan en mujeres ingobernables. Ramona suena fuerte, como su nombre. Es ruidosa, rápida, domina el arte de la "retranca". Cuando se ríe, lo hace a carcajada limpia. Cuando se cabrea, grita con rabia. Cuando bromea, saca el as para matar al rey. Cuando tiene que hacer un trabajo, corre hasta rematarlo. Vive sin respiro, inhalador en mano. Porque ella suena fuerte, como su nombre, pero se está debilitando física y mentalmente por culpa de su asfixiante situación laboral.
Ramona es el nombre de la protagonista de 'Matria', película gallega estrenada en la Berlinale, y cuya interpretación ya le ha valido a María Vázquez el premio a Mejor Actriz en el Festival de Málaga. Al éxito entre la crítica le ha acompañado el favor del público. A pesar de su modesta distribución, resiste en cines desde el 24 de marzo y alcanzó los 40.000 espectadores en sus primeras cuatro semanas en las salas. Creo que su éxito se debe a su verosimilitud, a que casi todos conocemos a una Ramona. Si no es nuestra madre, han sido nuestras abuelas, o alguna de nuestras tías, a veces todas ellas juntas. También podemos ser nosotras mismas. Algo de Ramona llevamos dentro todas las mujeres de clase trabajadora. No solo las que proceden, como Ramona y como yo misma, de una villa marinera de la costa de Galicia. El relato de Ramona es universal, en la costa o en el interior, en el campo o la ciudad.
Creo que su éxito se debe a su verosimilitud, a que casi todos conocemos a una Ramona. Si no es nuestra madre, han sido nuestras abuelas, o alguna de nuestras tías, a veces todas ellas juntas. También podemos ser nosotras mismas
El rostro de Ramona es el de la mayoría de las mujeres que se han dedicado a trabajar de "lo que sea", cuya profesión ha sido siempre "lo que haga falta" para poder sacar a su familia adelante. Rostros quemados por el sol o por vapores químicos; enrojecidos y agrietados por el viento o por la falta de ventilación. Sus manos son las mismas manos ásperas que nos han mecido y acariciado a tantas cuando éramos niñas, en los escasos pero valiosos momentos que tenían para cogernos en su regazo; erosionadas por los productos de limpieza, envejecidas prematuramente por tener que ocuparse cada día de tareas penosas como frotar tazas de váter o descamar y destripar pescado.
Ramona me recuerda sobre todo a mi abuela paterna, que por las tardes trabajaba limpiando una oficina del antiguo Banco Pastor y por las mañanas vendía pescado en la lonja de Marín. Ramona limpia en una fábrica de conservas y cuando sale no tiene tiempo ni de asearse porque debe embarcar en un pequeño pesquero para recoger mejillón en las bateas de la Ría de Arousa. Mi abuela siempre iba apurada hacia algún sitio, eran frecuentes las bromas sobre que nunca se sentaba, sobre que todo lo hacía "apurada" y "apurando" a los demás. Riñendo, señalando la hora. Tenía dos trabajos fuera de casa y seis hijos. ¿Acaso era posible otra forma de llegar a todo?
Relajarse no es una opción para ellas. Las llaman "mandonas", "las jefas". En una escena en la que estaba hablando por teléfono, el marido de Ramona dice mirándola a ella "ya sabes quién manda aquí". Pero nada más lejos de mandar. Ese "matriarcado" de mujeres "rabudas" es una virtualidad que las convierte en esclavas, que las obliga a cargarse el hogar a la espalda y a multiplicar por infinito sus jornadas laborales, dentro y fuera de su casa, donde no son dueñas y señoras. "Amas de casa" suena a burla porque no son otra cosa que empleadas domésticas, aunque en este caso sin remuneración. Solo toman decisiones en ámbitos tan vaciados de poder como sobrecargados de trabajo, como la cocina. Si deciden qué comemos es solo porque son ellas las que hacen siempre la comida.
LAS MANCHAS IMBORRABLES DE LAS QUE LIMPIAN
Volviendo a mi abuela paterna, aunque ella no era fumadora como Ramona, tenía como ella el pulmón lleno de manchas. Ni falta que le hacía fumar. Trabajar de limpiadora puede matar, tanto o más que el tabaco. Recuerdo cuando leí en la prensa hace unos años que un estudio de una universidad noruega había concluido que las personas (casi siempre mujeres) que han trabajado como empleadas de limpieza o realizado tareas del hogar durante 20 años ven reducida su función pulmonar en la misma medida que si hubieran fumado 20 cigarrillos al día durante el mismo período de tiempo. Pensé inmediatamente en mi abuela, pienso ahora en Ramona.
A las hijas y nietas de las que limpian no nos hace falta un estudio para conocer el deterioro imparable que va causando dedicarse a ese trabajo oculto, invisible porque cuando nosotros llegamos nos encontramos ya todo reluciente. La mierda solo la ve de verdad quien se inclina para fregarla. Nos hemos despertado de noche escuchando su tos, nos hemos asustado al presenciar sus ataques de asma.
La neumóloga que trata a Ramona insiste en que no basta con dejar de fumar, debe dejar de trabajar limpiando en la conservera si quiere restablecer su salud pulmonar. "Lo sé", responde Ramona. "Lo sabes y no haces nada", le reprende la doctora. "¿Y qué quiere que haga?", pregunta Ramona. No hay respuesta a esa pregunta. A Ramona le falta el aire a diario, pero poco puede hacer para recuperar aliento. Para las trabajadoras de su sector la prevención de riesgos y las bajas por enfermedad son un mito. A las limpiadoras y cuidadoras las suelen despedir directamente cuando se ponen enfermas. Se les plantea demasiado a menudo un dilema imposible de resolver: para sobrevivir necesitan ese trabajo que las está matando porque es su único ingreso estable.
Este es solo un ejemplo de lo que deberían considerarse sin duda enfermedades profesionales de las limpiadoras, y que gran parte siguen siendo ignoradas por médicos y mutuas, aunque hayan sido reconocidas oficialmente gracias a la insistencia y lucha organizada de colectivos como "Las Kellys". A la toxicidad de los productos de limpieza y sus consecuencias para el sistema cardiorrespiratorio se une la gran cantidad de lesiones por los movimientos repetitivos como fregar, retorcer bayetas o agacharse para hacer camas: hernias discales, bursitis en los hombros, síndrome del túnel carpiano… La mayoría de mujeres que trabajan limpiando casas (la suya y las de otros), oficinas, hospitales, fábricas, hoteles… para que el resto de trabajadores puedan realizar en buenas condiciones los trabajos considerados importantes (los trabajos de verdad, no los subtrabajos como la limpieza); conviven con el agotamiento, el dolor articular, los picores y sarpullidos constantes en la piel, las migrañas insoportables, hasta que un día el cuerpo les da un ultimátum, en forma de enfisema, neumotórax, embolia pulmonar... Las que han tenido "la suerte" de tener nómina y cotizar tendrán una baja laboral insuficiente o una prestación por incapacidad permanente irrisoria (lo será más o menos si consiguen el reconocimiento de accidente laboral o deben conformarse con la "contingencia común"); las "menos afortunadas", tendrán que seguir desviviéndose, trabajando sin contrato para mantener sus ingresos o "vivir del aire".
A la toxicidad de los productos de limpieza y sus consecuencias para el sistema cardiorrespiratorio se une la gran cantidad de lesiones por los movimientos repetitivos como fregar, retorcer bayetas o agacharse para hacer camas
Ese vivir sin sustento propio, sin independencia económica, suele consistir en subsistir gracias al sueldo de su pareja o marido, lo que se traduce a menudo en situaciones de vulnerabilidad ante el maltrato y la violencia machista. El trabajo digno, con condiciones seguras para una buena salud y sueldos suficientes y jornadas limitadas para una buena vida, es una cuestión de vida o muerte para toda la clase trabajadora, pero lo es aún más para las mujeres, ya que los trabajos menos valorados, en lo social y en lo económico, y por lo tanto menos regulados y controlados en lo legal, están muy feminizados.
CON LA MUERTE EN LOS TALONES
No es casual que la cámara de 'Matria' se mueva al ritmo vertiginoso de un thriller de acción. Esa cámara en continuo movimiento no sigue los pasos de una agente encubierta que intenta salvar al presidente de una nación de un ataque terrorista, sino los de una madre soltera de más de 40 años que intenta llegar a final de mes. Sabemos que la hazaña verdaderamente complicada es la segunda, aunque no se le dediquen tantos estrenos cinematográficos y sagas literarias como a los espías. Para encubiertos ya tenemos ERES de sobra, y para efectos especiales y tramas enrevesadas todas las artimañas que llevan a cabo las empresas para poder despedir o bajar sueldos con impunidad. Un ejemplo perfecto es el de la conservera en la que trabaja Ramona, que ha externalizado el servicio de limpieza para acabar con la antigüedad del contrato de sus limpiadoras.
No se me ocurre persecución a contrarreloj más ardua que tener que encontrar un nuevo trabajo a su edad tras ocho años en la misma fábrica, ni acrobacias más dignas de actor especialista que un día en la vida de esta mujer: fregar frenéticamente suelos y máquinas, coger la bici porque se le ha averiado el coche hasta el barco en el que ayuda eventualmente a recoger mejillón para ganar un dinero extra, llegar a casa a tiempo de hacer la cena, cargar a peso con un marido que suele llegar a casa demasiado borracho como para tenerse en pie. Bueno, una sí se me ocurre, conseguir pagar las facturas trabajando como limpiadora de hotel por tres euros la habitación, que es lo que ofrece el nuevo hotel que acaba de abrir en la localidad en la que vive Ramona. Pero ahí ya estaríamos hablando de ciencia ficción y cambiando de género narrativo.
El montaje de Matria no es una simple decisión estilística de su director, el vigués Álvaro Gago. Sus planos secuencia, su velocidad, los primeros planos apretados como puños sobre la protagonista, son parte de su mensaje: la precariedad laboral es vivir con la muerte en los talones. El realismo de su fotografía, sus escenas, sus diálogos… también dejan claro que no se necesita acentuar nada ni crear suspense de forma artificial a través de un guion. La cruda realidad del trabajo asalariado en la actualidad es pura incertidumbre: temporalidad, inestabilidad, pluriempleo, agotamiento, ansiedad, insomnio. Vaya, volvemos a traspasar sin querer los límites de los géneros cinematográficos, pues podríamos estar tanto ante un documental como ante una historia de terror psicológico. Para las trabajadoras como Ramona no hay mayor "cliffhanger" que llegar a fin de mes.
EL TRABAJO NO DIGNIFICA
A pesar de poner el foco en la lucha diaria de Ramona, cuyo principal objetivo es ahorrar todo lo posible para que su hija pueda continuar estudiando y tener una vida mejor que la suya, no nos la presentan como una mártir o una heroína. La película no busca idealizar el sacrificio materno ni validar la "cultura del esfuerzo", que tanto le funciona al capitalismo como forma de alienación. Esta historia es un viaje que parte de la insostenible espiral de explotación, tanto laboral como doméstica, en la que está sumida Ramona, que comienza dando vueltas sobre sí misma, igual que está haciendo el personaje con su vida, para echar a rodar en otra dirección y salir a buscar a la mujer que hay escondida dentro de la trabajadora, la madre, la limpiadora, la incansable, la "rabuda", la "brava", la que nunca se arredra.
En su interior hay escondida una persona que quiere decir "basta", pero no se atreve, que grita y bromea porque no se puede permitir el silencio más ensordecedor que todo el ruido y la furia que la rodean. El silencio de saberse sola, sin nadie a quien asirse si se queda sin sustento, sin más sostén que su empeño en seguir en pie. Si osase frenar, perdería el equilibrio y caería. Por eso solo se sienta para pelar patatas o para conducir de un trabajo a otro o en busca de empleo (buscar trabajo se ha convertido en una jornada laboral en sí misma).
Ramona es trabajadora antes que persona. Conoce el valor de su trabajo, por eso no duda en abandonar su puesto de limpiadora en la fábrica de conservas cuando la gerencia les anuncia la injustificada bajada en su nómina. Pero no sabe lo que ella vale. No se da valor a sí misma. Por eso sigue viviendo con un hombre alcohólico y machista que la ningunea y abusa de ella. Es capaz de mandar "a tomar por culo" a un jefe explotador, pero no a una pareja maltratadora. Tiene claro que cobrar cinco euros la hora es esclavitud asalariada y no piensa tolerarla, sin embargo, soporta la esclavitud doméstica de volver a casa exhausta tras una jornada maratoniana de pluriempleo para seguir trabajando gratis haciéndole la cena a un tipo cuya principal ocupación es emborracharse e intentar violarla.
Ramona cree a pies juntillas el mantra de que "el trabajo dignifica". Se está agarrando a un clavo ardiendo que ya le está quemando las manos. Su mejor amiga se enfada con ella por echarle en cara que no tiene derecho a quejarse del "trabajo" que le da para cuidar de sus dos hijos y llevar la casa. Para ella, igual que para las mujeres como mi abuela, todo trabajo es poco. Eres lo que haces, no tienes dignidad por ti misma. Vales si "vales para algo". Eres un instrumento, un medio. Lo contrario de ser persona, que es un fin en sí mismo. La escena tras ese enfado con su amiga es uno de los pocos momentos en los que podemos encontrar a Ramona "sin hacer nada". Allí, sentada en la playa mirando al mar, o en un banco de la ciudad de Pontevedra en el que acaba por casualidad descansando un rato al sol, o acariciando al perro del anciano para el que empieza a trabajar como cuidadora, se siente desubicada. No sabe simplemente ser, estar, disfrutar de su existencia. Son precisamente esos momentos sin propósito los que le dan sentido a la vida. Y ella está empezando a descubrirlo. A darse cuenta de que cuando trabajar se convierte en una cuestión de supervivencia diaria que destroza tu cuerpo y destruye tu mente, no queda otra que parar y despedirse. De que si para cuidar de los demás tienes que descuidarte a ti misma hasta desaparecer, es hora de marcharte para reencontrarte contigo.
Ramona ahora va a escribirse con "erre" de respeto. De rumbo. De Renfe. Se va en tren para seguir uno nuevo. Vaya a donde vaya por este nuevo camino, trabaje donde trabaje a partir de ahora, esta Ramona estará más preparada para poner límites y construir mejores vínculos. Para quererse a sí misma y dejarse cuidar, para sindicarse y unirse a otras mujeres y trabajadoras, para luchar colectivamente en lugar de hacerlo sola.
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