Vuelve septiembre y comienza el segundo asalto hacia la investidura del Gobierno de España. Si el verano ya pintaba caliente, el otoño se presenta rebosante de documentos sorpresa, acusaciones cruzadas, aspavientos indignados y demás parafernalia preelectoral. Porque si no cambian mucho las cosas, y no tiene aspecto de que vayan a cambiar, en noviembre regresamos a las urnas. Y tiro porque me toca.
Venimos, que no se nos olvide, de una investidura fallida en pleno mes de julio. En 2016, Pedro Sánchez ya se había convertido en el primer candidato a la Moncloa que tropezaba con la mayoría de la Cámara Baja en sus aspiraciones presidenciales. Por entonces, su socio y aspirante a la vicepresidencia era Albert Rivera. Este verano, Sánchez ha revalidado su título de campeón de investiduras frustradas y lleva camino de consolidar su récord si nadie pone remedio.
Pedro Sánchez es, además, el único presidente de la historia de la democracia -disculpas por la hipérbole- que alcanza el trono mediante el expeditivo método de la moción de censura. En resumidas cuentas, que Sánchez es presidente gracias a la ingeniería parlamentaria y a una mayoría democrática que en su momento consideró una buena idea mandar al carajo al PP de Bárcenas, la Gürtel, la Púnica y los sobres en B. El PSOE fue capaz de ganar aquella mano en un contexto excepcional de impeachment, pero a la hora de la verdad, las propuestas de gobierno de Sánchez caen fulminadas en el marcador de votos del Congreso.
Resulta que el PSOE iba a terminar suplicando la abstención de aquella misma derecha a la que había jurado combatir. Cuarenta años con el mismo viaje y las mismas alforjas
Parece mentira, pero hace ya más de cuatro meses que celebramos los comicios generales del 28-A. Cuatro meses desperdiciados con unos presupuestos prorrogados y un ejecutivo en funciones que apenas cumple alguna de las promesas con que llegó a coronarse. Cuatro meses de negociaciones estériles y confianzas minadas. La cantinela del voto útil y el freno madaleno a la derecha ha terminado estampándose contra la realidad. Resulta que el PSOE no estaba tan dispuesto afianzar sus acuerdos con Unidas Podemos. Resulta que el PSOE iba a terminar suplicando la abstención de aquella misma derecha a la que había jurado combatir. Cuarenta años con el mismo viaje y las mismas alforjas.
Los primeros escarceos poselectorales entre el PSOE y Unidas Podemos no parecían muy halagüeños. Los tiempos desinteresados de la moción de censura han pasado a mejor vida y Pablo Iglesias no está dispuesto a renunciar a su justa porción de gobernanza. Si Europa está sembrada de ejecutivos de coalición a ver por qué España iba a ser una excepción. Después de todo, los tiempos del turnismo bipartidista hace tiempo que han muerto y el nuevo panorama político exige ciertos malabarismos y no poca generosidad. La derecha y la extrema derecha parece que lo han entendido a la perfección y ya conforman una sólida entente en Andalucía y en Madrid.
Sin embargo, el PSOE no se muestra muy satisfecho con los aires nuevos. Desde que Felipe González accedió a la presidencia en 1982, los inquilinos de Ferraz han gobernado siempre con mayorías absolutas o con concesiones esporádicas a partidos periféricos o residuales. Jamás un grupo parlamentario con 42 diputados se había atrevido a reclamarle en público una dosis proporcional de carteras ministeriales. Por si fuera poco, el reclamante es un competidor directo que 2014 se situaba como primera fuerza en los sondeos mientras el PSOE se precipitaba hacia la hecatombe.
Ahora las tornas han cambiado y las huestes de Sánchez han remontado el vuelo mientras que los números de Pablo Iglesias llevan un leve rumbo descendente. Esa parece la baza que juega el PSOE. Resistir el envite y condenarnos a un adelanto electoral que recomponga el mapa político a su favor. Y esa parece también la baza de la CEOE, que este mismo verano llamaba a la estabilidad a cualquier precio. "Igual es mejor esperar a noviembre y tener un país más tranquilo", declaraba el presidente de la patronal, Antonio Garamendi.
Sobrevuela una vez más la sombra del acuerdo con Ciudadanos. En efecto, esa era la primera recomendación que lanzaba el Banco Santander nada más conocer los resultados de los comicios de abril. Una alianza entre Sánchez y Rivera "complacería al mercado más que Podemos", confesaba Ana Botín. También es cierto que la formación naranja parece ya echada al monte del derechismo más descarnado. Enfrentados a cara de perro contra Pedro Sánchez, los riveristas aspiran ahora a arrebatar al PP la hegemonía del bloque reaccionario. Pero nunca se sabe. La vida da muchas vueltas y la veleta de Ciudadanos da muchas más.
Enfrentados a cara de perro contra Pedro Sánchez, los riveristas aspiran ahora a arrebatar al PP la hegemonía del bloque reaccionario. Pero nunca se sabe. La vida da muchas vueltas y la veleta de Ciudadanos da muchas más
Si las encuestas dicen la verdad, volver a las urnas en noviembre apuntalaría al PSOE como primera fuerza. Los últimos sondeos publicados este lunes en El Mundo, El Español y La Razón subrayan el ascenso del puño y la rosa hacia porcentajes que hace apenas un año parecían inverosímiles. El Mundo sitúa al PSOE con 145 escaños, El Español le concede 142 y La Razón le da un máximo de 130. Por encima, en cualquier caso, de su registro actual. Unidas Podemos, en cambio, podría perder hasta nueve escaños, según el sondeo.
De las prospecciones sociológicas se extrae, además, otro factor relevante. Y es que después de noviembre, Sánchez e Iglesias podrían sumar mayoría absoluta. Es decir, una nueva cita electoral podría borrar de un plumazo el inconveniente de los votos independentistas. ERC y EH Bildu dejarían de resultar determinantes en el nuevo juego de mayorías. A todo esto hay que sumar un factor de distorsión que podría dar al traste con cualquier cálculo. Y es que la sentencia del procés debería irrumpir en el debate público durante la última semana de septiembre o la primera mitad de octubre. Una vez más, el factor catalán condicionará la deriva del tablero político español.
Sea como sea, empezamos fuerte este mes de septiembre. Y el otoño nos trae aromas de precampaña. El pasado martes, desayunábamos en TVE con Pablo Iglesias, que aprovechaba su paso por las pantallas para ajustar cuentas con Carmen Calvo y Pedro Sánchez. Su argumentario resultó demoledor. Dice Iglesias que las urnas no le han dado la mayoría a Pedro Sánchez. Que el PSOE apenas llegó a ofrecer uno de los diecisiete ministerios actuales. Que Sánchez les ofrecía gestionar solo el 5% del presupuesto mientras que los diputados rojimorados sumarían una tercera parte de la coalición. Y que Unidas Podemos mantiene su oferta inicial e incluso sugiere otras cuatro alternativas.
Esa misma mañana, Sánchez descartaba la coalición y presentaba durante un acto solemne una biblia de 370 iniciativas de gobierno bajo el pomposo título de "Propuesta abierta para un programa común progresista". El PSOE no abrirá el Consejo de Ministros a Unidas Podemos pero le ofrece las migajas de los cargos subalternos. El documento aborda el precio abusivo de los alquileres, la llamada pobreza energética, la actualización de las pensiones o el cambio climático pero no contempla derogar la reforma laboral ni imponer a la banca un gravamen especial ni suprimir las concertinas ni las devoluciones en caliente. Hoy se celebra un encuentro entre comitivas del PSOE y Unidas Podemos pero la oferta de Sánchez no tiene muchos visos de prosperar.
El PSOE no abrirá el Consejo de Ministros a Unidas Podemos pero le ofrece las migajas de los cargos subalternos
En medio del trajín de declaraciones, Gabriel Rufián invitaba ayer a Pablo Iglesias a avalar sin contraprestaciones la investidura de Pedro Sánchez. Se establecía así un divertido paralelismo. En febrero de este mismo año era Pablo Iglesias quien reclamaba a ERC un voto positivo al proyecto presupuestario del Gobierno. "A veces, para llegar a un acuerdo, es necesario que todos cedamos en algo. No se lo pongamos fácil a los enemigos de la democracia", decía Iglesias. Ahora es Rufián quien esgrime el mismo argumentario y advierte de que volver a votar el 10 de noviembre y dar una nueva oportunidad a la derecha sería "una ruleta rusa".
En fin, toca ponerse cómodos, arrellanarse en el sofá y disfrutar del fatigoso espectáculo de la política parlamentaria. Porque va para largo. Los más optimistas quizá sigan soñando con un acuerdo in extremis que salve los muebles antes del 22 de septiembre. Esa es la fecha límite antes de dar por perdida la que sería una de las legislaturas más fugaces de la historia reciente. Pero el cálculo electoral no entiende de optimismos y a estas alturas, ojalá nos equivoquemos, el puchero apesta a anticipo electoral. Este septiembre se nos ha quedado viejo nada más comenzar. Llegan aires de noviembre. Y quien tenga cuajo, paciencia y esperanza, que vuelva a vestirse de domingo y salga otra vez a votar.
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