Mary (nombre ficticio), una adolescente de 16 años, cuenta la historia de los últimos años de su corta vida con voz tenue, la mirada baja y gesto decidido y valiente. "Mi tía me maltrató cada vez que pudo. Me pegaba, no me daba de comer, me obligaba a pasar días enteros con el estómago vacío. Solía golpearme con una regla, aunque también con una barra de hierro o una manguera. Hubo veces que usó cables con electricidad. Mi cuerpo está repleto de marcas", comienza. Viste una falda a cuadros amarillos y negros, un jersey blanco con la cara de Minnie Mouse y sujeta su pelo negro, rizado y enmarañado, con una felpa azul. "Me fui a vivir con ella, la hermana mayor de mi padre, cuando tenía 13 años. Era más fácil para poder acudir a la escuela, pero tampoco me dejaba ir. Me mandaba a la calle a vender chicles. Tenía que conseguir unos 200 kwachas (algo más de 12 euros) a la semana. Y, luego, ella se quedaba con todo el dinero", dice.
Mary vino al mundo en una zona rural del sur de Zambia, una nación de unos 20 millones de habitantes situada en el centro meridional de África. También es uno de los países más pobres del mundo, pues casi el 60% de su población debe vivir con menor de 1,90 euros al día, según los datos del banco mundial. La necesidad, la completa falta de recursos y las oportunidades que escasean en los pueblos empujan a niñas como Mary a abandonar sus lugares de origen y emigrar a las grandes ciudades. Lusaka, la capital, es el perfecto ejemplo de todo ello; ha pasado de uno a tres millones de personas en los últimos 20 años. Hoy, la chica habla sentada en una silla de madera en una pequeña oficina que la ONG local Ulemu No One Excluded tiene en el hospital de Kanyama, uno de los barrios más populosos y populares. "Ella me decía que si le contaba a alguien lo que estaba haciendo me iba a pegar mucho más fuerte. Por eso nunca hablé de ello con nadie", prosigue.
Mary recuerda a la perfección el inicio de las agresiones; comenzaron uno de los primeros días de los tres años que pasó con su tía. La niña lo cuenta así: "Había ido a casa de una amiga mía y, cuando volví, ella me preguntó que dónde estaba. Le respondí, pero no me creyó. Me insultó, me llamó mentirosa y empezó a golpearme con una regla". La soledad, los llantos y las palizas fueron copando las semanas. Y, después, los meses. "Mi tía ni siquiera me dejaba hablar por teléfono con mi padre o con su mujer. Cuando llamaban, ella siempre decía que yo no andaba en casa, que había ido al mercado o que había salido. Algunas veces incluso me encerraba en el cuarto de baño para que no pudieran oír mi voz o mis sollozos cuando lloraba", añade.
Con todo, la historia de Mary dista mucho de ser algo inusual o aislado. Según datos de las autoridades locales, más de 5.300 chavales zambianos denunciaron haber sufrido abusos en el 2021. Las estadísticas en África no son mucho más halagüeñas; estudios recientes han concluido que más de la mitad de los niños subsaharianos ha experimentado algún tipo de maltrato, dato que sitúa el continente a la cabeza de esta lista. Y en barrios como Kanyama, levantado en los aledaños del centro de Lusaka a base de casas informales, con visibles déficits de saneamiento, de infraestructuras o de recursos, con casi un millón de personas que viven en una situación de hacinamiento invariable, el problema recrudece con más fiereza. "Tenemos muchos casos de muchachos que reciben constantemente golpes de miembros de sus familias por motivos realmente irrelevantes", sentencia Alessia Defendi, directora de Ulemu No One Excluded.
Según datos de las autoridades locales, más de 5.300 chavales zambianos denunciaron haber sufrido abusos en el 2021
La pesadilla de Mary terminó un día cualquiera, un día en el que el porrazo en el estómago fue tan grave y doloroso que la visita al hospital fue obligada. Allí vieron las marcas, las cicatrices, las graves secuelas, el mal estado de la niña. Y la derivaron al organismo que preside Defendi, donde acude semanalmente a psicoterapia. Después regresó a casa, con su padre y su madrastra, y ha vuelto al colegio. Su pesadilla es ya cosa del pasado, aunque, lamenta, ha tenido que repetir curso. "Aquí me convencieron de que la vida que yo estaba llevando no era lo normal. Yo pensaba que sí… Siempre estaba sola, trabajando. No tenía amigas, no jugaba con nadie", añade Mary. Y dice también que no ha vuelto a ver a su tía. Que habló con ella en una ocasión y le pidió perdón. Y que ni creyó ni aceptó sus disculpas. "A los niños que pasan por mi situación les diría que busquen ayuda, que se lo dijeran a sus padres o a la gente en quien confíen. Yo ahora soy feliz", finaliza.
VÍCTIMAS DE VIOLENCIA SEXUAL
Pero la violencia física no es lo único que sufren los muchachos de Lusaka o de Kanyama. En el año 2021, Ulemu recibió en su sede a 215 menores víctimas de abusos sexuales. De ellas, más del 98% fueron chicas. La historia de Abigai, una pequeña de seis años, la cuenta Beatrice, su madre (ambos nombres ficticios), que tiene 38 años y otros dos hijos. Empieza así: "Un día, cuando regresé a casa, encontré a mi niña llorando. Me dijo que había sido culpa de sus amigas de la escuela, que se habían burlado de ella. También le pregunté al padre de mi marido, quien había ido a recogerla, y me respondió lo mismo". Beatrice no dio más importancia a las lágrimas de su retoño hasta que Abigai le reveló que sentía dolor cuando hacía pipí. "Le costó mucho contármelo; pensaba que le iba a pegar. Pero como le insistí, me confesó que su abuelo la había llevado a su casa, le había quitado la ropa interior y había introducido en ella su pene. Fue algo terrible", prosigue.
Según recuerda Beatrice, el primer pensamiento que recorrió su mente fue ir a casa de su suegro y tomarse la justicia por su mano. Pero, en lugar de ello, acudió a la policía. Y de ahí al hospital, a realizar un informe médico. Era el 10 de noviembre del 2021. Su niña tenía entonces sólo cinco años. Y también fue el inicio de un periplo por salas y juzgados en búsqueda de justicia. "El abuelo de Abigai está ya en prisión. Ya he ido a tres juicios, aunque todavía no hemos acabado. Estamos esperando una sentencia firme·, dice la mujer. La ley, al menos, está de su parte. La 'Anti-Gender Based Violence Act', promulgada en 2011, establece penas mínimas de quince años de cárcel a quien sea considerado culpable de violar a una menor. "La última vez que lo vi en la corte empezó a llorar y a decir que lo perdonara, que olvidara lo que hizo. Ahora tiene sesenta años y es probable que pase el resto de su vida encerrado", cuenta Beatrice.
Pero la pesadilla de Abigai no se quedó ahí y sufrió un segundo episodio más inhumano, cruel y doloroso hace sólo unas semanas, el 19 de abril. "Mi hija me dijo que su padre le había hecho lo mismo que su abuelo. Yo enloquecí", cuenta Beatrice mientras se seca las lágrimas con la mano. A su lado habla Alessia: "Cuando vino en abril, la segunda vez, lloraba y lloraba, así que intentamos buscar un sitio donde se pudiera quedar. Al principio se fue a casa de unos parientes, pero tenía mucha presión. Se quería marchar al pueblo, pero entonces estaba vendiendo maíz, pollo… Las posibilidades de negocio son menores allí, así que fue a un refugio. Pensamos que allí se iba a encontrar mejor". Y eso de lo que habla, la presión, es un enemigo difícil de encarar. Beatrice vuelve a tomar la palabra: "Toda la familia de mi marido me odia, me insulta cuando me ve… Me han amenazado; me han dicho que me van a matar antes de que yo acabe con todos ellos".
Como pasa con Mary, la historia de Abigai se repite a lo largo y ancho del continente con tanta frecuencia como impunidad. Los ejemplos en diferentes países son cuantiosos. Uno: a principios del 2019, el gobierno de Sierra Leona declaró emergencia nacional por violación de niñas, tal era la frecuencia de este delito en el estado. Otro: en Esuatini, la última monarquía absoluta de África, una de cada tres mujeres menores de 24 años ha sufrido una agresión sexual y, en la mayoría de los casos, atacante y víctima provenían de la misma familia. Otro: el terrible legado de violencia sexual del conflicto en la República Democrático del Congo, donde mujeres y niñas se han convertido en una potente arma de guerra. Y así un largo etcétera. Toda esta situación está empeorando, además, por culpa de la pandemia de Covid 19, tal y como han denunciado diferentes organismos como Amnistía Internacional.
A principios del 2019, el gobierno de Sierra Leona declaró emergencia nacional por violación de niñas. En Esuatini, la última monarquía absoluta de África, una de cada tres mujeres menores de 24 años ha sufrido una agresión sexual y, en la mayoría de los casos, atacante y víctima provenían de la misma familia
Beatrice dice que ha vuelto a hablar un par de veces con su marido desde el suceso, que se muestra arrepentido, y que quiere volver a ver a sus hijos. Ella, de momento, seguirá en el refugio donde pasa los días hasta que, al menos, todos los casos judiciales que encara se solucionen. Y explica que Abigai está bien, aunque ahora se hace pipí en la cama. "Puede que sea algo físico o algo psicológico; tenemos que ir al doctor también por esto", le aconseja Defendi. Beatrice teme la falta de recursos, la pobreza que le impedirá, lamenta, hacer frente ella sola a todos los gastos que se le vienen encima: comida, el colegio de sus tres hijos, ropa… Y esa escasez de la que habla también golpea con implacable fuerza otras infancias del país.
VIVIR EN LA CALLE
Chinwamsozi (nombre ficticio) tan sólo levanta la mirada para responder a las preguntas. Lo hace con voz tenue y dejando largas pausas entre frase y frase como consecuencia del 'sticker' que inhala, una droga elaborada a base de pegamento y queroseno muy popular entre los chavales del país. Chinwamsozi, que dice tener 16 años, aunque aparenta alguno menos, es un niño de la calle. Hoy viste una raída camisa azul un par de tallas más grande de lo que debiera, un pantalón vaquero lleno de agujeros que sujeta con el cordón de un zapato a modo de cinturón, y unas chanclas por las que asoman unos dedos sucios y en los que el polvo y la mugre cubre por completo las uñas. Además, su sonrisa, triste, deja ver un hueco donde debería estar su paleta derecha. "Antes salía con una chica, pero ya no. Hace tiempo de eso. Era de Kabwe, como yo, una ciudad que se encuentra muy cerca de aquí. Ahora todos los amigos que tengo están aquí, conmigo", cuenta.
Chinwamsozi y su pandilla han hecho de las calles de Lusaka su hogar y su única forma de vida. Se levantan, intentan hacer dinero, se gastan las pírricas ganancias en 'sticker' o en algo de comida, y se acuestan en los soportales de una céntrica estación de tren. Y así un día. Y otro. Y otro. "Al día puedo conseguir 20 kwachas (un euro con diez céntimos). O hasta 50 kwachas (dos euros con setenta y cinco), si se me ha dado bien. Limpio algunas casas por alguna limosna, o compro huevos, los cuezo y los vendo en los semáforos, o transporto los cubos de agua que necesitan algunos restaurantes", afirma. A su lado habla Soca, uno de sus amigos. "Yo me fui de casa hace ya unos dos años. Mi madre me pegaba, y mi padre algunas veces también. No me quedó otro remedio que marcharme. Desde entonces no he vuelto a ir al colegio", dice.
En realidad, tanto Chinwamsozi como Soca como el resto de sus amigos cuentan historias parecidas. Explican que huyeron de sus hogares por la violencia familiar, por la pobreza o en búsqueda de una libertad que en realidad no es tal. Según recogen algunos medios locales, la cifra de niños que viven en las calles de Lusaka y de otras grandes urbes zambianas podría superar los 100.000, pero los grandes intentos del gobierno local para atajar el problema no han fructificado y, en la actualidad, las autoridades se confiesan desbordadas. "Esto nos sobrepasa. Son demasiados chavales y en muchos y diferentes lugares de la ciudad; nuestra capacidad no da para tanto", concede un agente de policía local que prefiere no decir su nombre. "Tenemos que recurrir a ONGs para evitar mayores complicaciones", añade.
La cifra de niños que viven en las calles de Lusaka y de otras grandes urbes zambianas podría superar los 100.000, pero los grandes intentos del gobierno local para atajar el problema no han fructificado y, en la actualidad, las autoridades se confiesan desbordadas.
El colapso del que hablan las autoridades es sólo el síntoma de lo que sucede en el país, que fue el primero de todo el mundo en anunciar la suspensión del calendario de pagos de la deuda externa por la COVID 19 y que ha sido rescatado recientemente por el FMI. Pero siempre hay personas que sufren mas las consecuencias de esta completa falta de recursos. “Lo peor de la situación es la brutalidad, los abusos, las drogas… Hay muchas situaciones malas”, dice John Chanda, fundador de la ONG local Barefeet Theatre, una de esas organizaciones que llega donde los servicios sociales se muestran incapaces. Chanda conoce bien esta realidad. Él fue un niño de la calle. “Mis padres murieron cuando yo era demasiado pequeño, el resto de mi familia tenía problemas, así que no me quedó más remedio”, recuerda. “Aunque la sociedad los vea como criminales, la realidad es que son solo chavales. La mayoría de la gente no entiende ni las razones ni las dificultades que traen consigo esta vida”, añade.
“Cuando me coloco me dejo llevar, me olvido del pasado, me adormilo…”, indica Chinwamsozi, que no ha soltado la botella de ‘sticker’ en toda la charla. “Llenar un tapón hasta arriba cuesta 1 kwacha (cinco céntimos de euro) y te da para veinte minutos. Yo suelo gastar al día ocho kwachas. Algunas veces paro de inhalarlo, pero sólo durante unas horas… Siempre vuelvo. El mono es demasiado grande”, finaliza. Y después vuelve con sus amigos, que lo esperan sentados en un banco de madera, todos con esas botellas de plástico llenas de droga fuertemente asida a sus manos. Son la cara visible de ese estudio de Unicef que calculaba que en febrero de 2019 había 13,5 millones de menores desarraigados en África, incluidos los desplazados por los conflictos, la miseria o el cambio climático. Un escenario que ha podido incrementar en los últimos meses por la pandemia de COVID 19, que mantuvo las escuelas cerradas durante largos periodos de tiempo en países donde la pobreza y la injusticia campan a sus anchas golpeando a quien menos se lo merece: los niños.
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