"Los nadie, que cuestan menos que la bala que los mata", decía Eduardo Galenao. "Los nadie, los hijos de nadie, los dueños de nada. Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número".
Los pueblos indígenas de Colombia son los grandes ausentes de eso que el literato uruguayo llamaba la "crónica de la historia universal". Condenados a sobrevivir en los márgenes del relato, en los surcos olvidadizos de la memoria, en la frontera que separa lo trascendental de lo mundano, allí donde los gritos se convierten en susurros y los anhelos se alejan en el horizonte difuso de las utopías. Los sucios, los mugrientos, los salvajes, los inadaptados, los parias que son extranjeros en su propia tierra fueron sometidos a un proceso de asimilación para desposeerles de una identidad milenaria que la arrogancia de los tiempos modernos decidió que no era válida.
Hasta la Constitución de 1991, los indígenas de Colombia no estaban reconocidos como sujetos de pleno derecho. El papel les otorgó la categoría de ciudadanos, pero en un país donde la violencia es un río que atraviesa los estratos más bajos de la sociedad, sus afluentes discurren sobre una balsa de tinta mojada.
Hasta la Constitución de 1991, los indígenas de Colombia no estaban reconocidos como sujetos de pleno derecho
La situación de los también llamados pueblos originarios de Colombia no dista mucho de aquellos días oscuros, hoy dulcificados por el revisionismo histórico, cuando los españoles arribaron a las costas de América Latina con una mano levantando una cruz y la otra empuñando una espada. Los colonos del siglo XXI han cambiado la palabra de dios por la religión del dinero. Ahora visten traje y corbata, en lugar de armaduras, sus expediciones no están financiadas por el relumbrón de una corona, sino por el capitalismo depredador de las grandes multinacionales, y aunque en el continente difiera por la distancia temporal, el contenido sigue trufado de la misma violencia contra aquellos que ejercitan el valeroso acto de resistir.
El hilo rojo de la historia es un reguero de sangre de 529 años, desde los pobladores de aquel vergel del nuevo mundo hasta los que hoy caminan sobre una tierra podrida de cemento y contaminación.
"Si te matan, pues otro más".
Colombia cerró el año 2020 con el lúgubre deshonor de ser el país donde más defensores de los derechos humanos fueron asesinados. 309 líderes indígenas, sindicales y campesinos cuyas vidas han sido truncadas por enarbolar la bandera de la vida en la nación de los muertos. En lo que llevamos de 2021 ya son 65 los decesos violentos de representantes de las comunidades indígenas. El último se llamaba Geovanny Cabezas, de tan solo 18 años. La penúltima, Sandra Liliana Peña, gobernadora del resguardo indígena de La Laguna Siberia, en la región del Cauca. Las cifras de asesinatos son mucho mayores que las recogidas en los recuentos oficiales, porque en este lado del mundo, la violencia se ha naturalizado hasta convertirse en parte intrínseca de la genealogía vital del pueblo colombiano.
Juan Pablo Gutiérrez estuvo muy cerca de figurar en ese glosario de voces que son silenciadas por oponerse al ordena y mando del estado paramilitar colombiano. "Acababa de dejar a un líder social en su departamento de Bogotá. Me dirigía hacia mi casa cuando 4 personas en 2 motos me interceptaron y corrieron el coche a balazos. La puerta del copiloto quedó como un colador, me salvé de milagro". Juan Pablo habla desde su exilio en Francia, país al que tuvo que trasladarse junto a su familia para encontrar refugio desde donde seguir haciendo su trabajo. Es uno de los fotógrafos más prestigiosos de América Latina y utiliza su cámara para documentar los ojos, la nariz, las orejas, los brazos, las piernas, la cabeza y el torso de aquellos que en el imaginario colectivo han sido desposeídos incluso de su forma humana. Le pregunto a Juan Pablo si hubo detenciones tras su intento de homicidio y responde como si estuviéramos hablando de un relato de ciencia ficción. "No, claro que no. Ese es el día a día de los líderes sociales en Colombia. Si te matan, pues otro más".
Los problemas se iniciaron en 2009, cuando comenzó a colaborar con la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) para visitar los pueblos que habían sido catalogados en inminente riesgo de extinción. "Ese es el primer error", puntualiza Juan Pablo. "Se habla de pueblos indígenas como si fueran uno solo. Hay dos cosas que tienen en común, la concepción metafísica de la tierra y la forma de entender el mundo desde parámetros comunitarios alejados del individualismo. En todo lo demás son muy diferentes entre sí".
Solo en Colombia hay 115 naciones indígenas: Achagua, Betoye, Chiricoa, Eperara Siapidara, Letuama, Matapí, Yukpa, (del que Juan Pablo es descendiente por parte materna y ejerce como su delegado internacional) Yagua o los Nukak-Makú, localizados originariamente en la selva del Guaviare, de donde han sido expulsados para abrir las tierras a la explotación comercial y a los cultivos de coca. "Tienen que atravesar zonas que ya han sido privatizadas para poder cazar y pescar. Muchos de ellos son obligados a trabajar como recolectores de hoja de coca para pagar un arriendo a los narcos. Tienen que pagar por estar en sus tierras", denuncia Juan Pablo. La experiencia personal y profesional a lo largo de estos años le ha servido para descubrir esa parte del país que está muy alejada de las idílicas tarjetas postales de playas paradisíacas, biodiversidad y mezcolanza cultural que los poderes del estado se afanan en comunicar al exterior. "Me encontré con realidades dantescas. Miles de desplazados, comunidades enteras que sobreviven con la amenaza permanente de la violencia y niños que no tienen nada que comer".
Paradójicamente, las tierras que habitan los indígenas son ricas en minerales, en hidrocarburos y en recursos hídricos, y sin embargo, son cada vez más habituales los episodios de hambrunas que azotan a las comunidades. Aquí radica el pecado original de sus habitantes. Los indígenas son apenas el 4 por ciento de la población total de Colombia, pero guardan en sus territorios el 80 por ciento de la biodiversidad del país. El subsuelo esconde un inmenso caudal que aporta grandes regalías a las arcas del estado, gracias a los negocios de las empresas trasnacionales que están arrasando con la fauna y la flora de algunos de los enclaves más frondosos del país.
El exterminio de los pueblos indígenas forma parte del modelo de desarrollo económico del país
El proyecto Munden, una consultora comisionada de la Organización de Derechos y Recursos de Naciones Unidas, reveló que una de cada 3 hectáreas que el estado colombiano destina a la explotación comercial está ubicada en territorio soberano de las naciones indígenas. Es el caso de El Cerrejón, en el departamento de La Guajira, la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo y que utiliza unos 35.000 litros de agua al día que ha privado de su única fuente hídrica a los indígenas Wayúu. "El exterminio de los pueblos indígenas forma parte del modelo de desarrollo económico del país. Por eso en los principales medios de comunicación son desdibujados como salvajes contrarios al progreso".
La propaganda de la prensa y un sistema educativo que olvida convenientemente las raíces mismas de la ascendencia colombiana son dos factores que han favorecido el proceso de deshumanización de la comunidad indígena, hasta el extremo de ser percibidos por una parte de la sociedad como invasores de su propio territorio. "En el colegio no se enseña la verdadera historia de este país. Y es ese desconocimiento, esa falta de identidad, la que acciona los prejuicios colonialistas que todavía hoy están muy anclados en el ADN colombiano", asegura Juan Pablo.
En 2016 parecía abrirse una espita para la esperanza con los acuerdos de paz que ponían fin a 52 años de conflicto entre la guerrilla de las FARC y las fuerzas militares del estado. La Unión Europea recibió con júbilo las buenas nuevas y destinó una partida de 12,5 millones de euros para la implementación de los parámetros suscritos en las conversaciones de La Habana. Pero si bien es cierto que las hostilidades han cesado en la dualidad FARC-Estado, la paz es todavía una palabra demasiado grande para una nación que continúa sumida en la violencia. Desde la firma de los acuerdos, 1.300 líderes sociales han sido asesinados, mientras que los territorios en disputa fueron ocupados por grupos paramilitares, sin ideología alguna, que le hacen el trabajo sucio al gobierno y a sus huestes de la oligarquía.
La muerte es un negocio muy rentable para los grandes propietarios de la tierra y la violencia es el sustento ideológico del Centro Democrático, la fuerza que dirige los designios del país. "El discurso del enemigo interior es el que legitima la existencia misma del uribismo. El gobierno necesita de la figura de un antagonista para presentarse ante la ciudadanía como los únicos garantes de su seguridad. Si la paz llega a Colombia, ese partido político caduca", concluye Juan Pablo.
"El hombre que Pablo Escobar no pudo ser".
Si hay un nombre que se repite constantemente en la historia reciente de Colombia es el de Álvaro Uribe, presidente de la República entre 2002 y 2010, y al que muchos consideran líder en la sombra del actual ejecutivo liderado por Iván Duque. No se puede comprender el fenómeno de la brutalización de la sociedad civil colombiana sin atender a los mecanismos utilizados por el uribismo para consolidarse como una de las fuerzas políticas dominantes, no solo en el escenario doméstico, sino también en toda América Latina, donde ejerce como el brazo ejecutor de la agenda marcada por los Estados Unidos. "Álvaro Uribe es el presidente que narcoparamilitarizó el estado colombiano, el tipo que Pablo Escobar no pudo ser". Hernando Calvo Ospina es una de las figuras más autorizadas del periodismo en lengua española y una voz discordante del pensamiento hegemónico implantado desde las grandes oficinas de Washington. Su labor profesional le ha llevado a ser catalogado por los Estados Unidos como un peligro para su seguridad nacional, debido a su incansable labor en la denuncia de la estrategía criminal de la Casa Blanca para con América Latina y su complicidad con el terrorismo de estado. "En Colombia no se hace nada sin el permiso de los Estados Unidos. Álvaro Uribe llegó al poder con su apoyo, tras retomar el ideario de la mafia colombiana de los años 80 y sacar a la burguesía tradicional a punta de pistola para sustituirla por una nueva oligarquía que se ha hecho rica con los recursos del narcotráfico".
Álvaro Uribe es el presidente que narcoparamilitarizó el estado colombiano
El periodista califica al ex presidente como "el gran capo" y sitúa su influencia en el eje central de la represión que sufren los pueblos originarios: "Los indígenas tienen tierras muy buenas para la salida del narcotráfico y eso les ha convertido en un objetivo prioritario para los grupos paramilitares". Al igual que Juan Pablo Gutiérrez, Hernando atiende la llamada telefónica de este medio desde su exilio forzoso en Francia. La diáspora es un parámetro común en las fuentes consultadas para la realización de este reportaje, y es un síntoma, otro más, del clima de extrema violencia que sacude a las figuras insurgentes con el relato oficialista. "Hay una anécdota, pero es difícil de transcribir. Uno normalmente saluda a la gente así: ¿Cómo amaneció? En Colombia, para muchos dirigentes sociales y políticos se pregunta: ¡Cómo! ¿Amaneció? Porque te sorprende que muchos compañeros todavía estén vivos".
Hago un inciso en la conversación para retomar el asunto de los grupos paramilitares y le pregunto a Hernando si tienen conexión en alguna forma con las autoridades de gobierno. "El paramilitarismo es parte del estado colombiano. Fueron creados en los años 80 por Álvaro Uribe y Pablo Escobar y entrenados por los ejércitos de Estados Unidos, Reino Unido e Israel. Son los encargados de limpiar los terrenos que luego van a ser ocupados por los terratenientes y las empresas trasnacionales".
Y en medio de ese fuego cruzado están las comunidades indígenas que llevan siglos defendiendo sus territorios frente a la injerencia externa, contra los colonizadores de la corona de Castilla y Aragón en primer término, y ahora, contra las diferentes formas de neocolonialismo financiero. "Desde que llegaron los españoles, los indígenas que no fueron muertos o esclavizados tuvieron que refugiarse en lo más profundo de la selva. Hay pueblos que están muy cerca de eso que llaman civilización y los indígenas se resisten a dejarse robar sus tierras. La persecución no es tan política, sino más bien de propiedad del territorio, porque la oligarquía colombiana tiene todavía una mentalidad latifundista".
Hernando resopla con la última pregunta: ¿Los indígenas están condenados al exterminio?. "En La Guajira los están matando a punta de hambre, pero queda la esperanza de los indígenas del Cauca, con una experiencia de batalla muy grande".
"La resistencia de los indígenas Cauca".
"A lo largo de la historia de Colombia, la multiculturalidad ha sido asumida desde diversas violencias con las que se ha intentado negar, invisibilizar, arrasar u homogeneizar los distintos pueblos asentados en este país, y por ende, sus culturas. Las violencias ejercidas contra los pueblos en Colombia han galopado sobre la equivocada creencia de superioridad racial, la discriminación por los colores de la piel, la codicia y el deseo de enriquecimiento rápido, proyectos políticos y armados excluyentes, el autoritarismo y modelos económicos homogeneizantes", afirma Esperanza Hernández Delgado, abogada e investigadora de derecho público.
Frente a los intentos para erradicar la singularidad étnica y cultural de los pueblos indígenas han surgido a lo largo de la historia diferentes movimientos emancipatorios que continuaron con el legado de grandes personajes que forman parte de la memoria colectiva del pueblo indígena. Como la Gaitana, cacique de Timaná, en los Andes colombianos, que en el siglo XVI organizó un ejército de resistencia de 6.000 indígenas contra el conquistador español Pedro de Añazco. O Manuel Quintín Lame, ideólogo del levantamiento de 1914 que tenía como objetivo la creación de una República de Indígenas.
Frente a los intentos para erradicar la singularidad étnica y cultural de los pueblos indígenas, han surgido a lo largo de la historia diferentes movimientos emancipatorios
De todo aquella sapiencia de lucha civil y organizada surgió, en febrero de 1971, el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), en el departamento homónimo, muy cerca de Bogotá, y que es uno de los más golpeados por la violencia contra las comunidades nativas. "Lucharemos juntos con el corazón de todos como si fuéramos uno", se puede leer en el manifiesto suscrito por los 5 cabildos fundadores y por otros 115 que se han ido sumando a la largo de los años, hasta servir de paraguas para el 90 por ciento de las comunidades indígenas de la zona.
El CRIC tiene la funcionalidad propia de un estado, con una consejería general electa cada 2 años, departamentos de economía, salud, cultura e incluso un sistema de justicia propia que intenta dirimir de forma autónoma las posibles disputas de la convivencia vecinal. En cuanto a la relación con las instituciones del estado, la organización insiste en una apuesta por las vías pacíficas y de diálogo para consensuar acuerdos que resulten beneficiosos para ambas partes, pero al otro lado del río, la respuesta de los que deberían ser garantes del cumplimiento de la ley continúa silenciando la voz de las palabras con el ruido de las balas. "La violencia política partidista dejó huella en las comunidades indígenas del Cauca. Ella se evidenció en la división y el enfrentamiento que causó al interior de las comunidades por banderas de lucha que no eran propias; la presencia en sus territorios de cuadrillas y bandoleros al servicio de los partidos tradicionales; el accionar de guerrillas liberales y autodefensas del partido Conservador; el impacto de su dimensión de terror en masacres, torturas y formas degradadas de segar la vida; en impedir o dificultar el surgimiento de un proyecto político propio; y en la significativa generación de las víctimas que dejó a su paso". Esperanza recalca que en la escalada de violencia contra los indígenas del Cauca siempre está presente el factor protagonista o agitador de la fuerza pública, "que en su afán por recuperar el control territorial ha desbordado sus funciones constitucionales, incurriendo en graves violaciones de los derechos humanos".
Julio Cortazar decía: "Es necesario darse cuenta que la violencia-hambre, la violencia-miseria, la violencia-opresión, la violencia-subdesarrollo, la violencia-tortura, conducen a la violencia-secuestro, a la violencia-terrorismo, a la violencia-guerrilla. Y es muy importante comprender quién pone en práctica la violencia: si son los que provocan la miseria o los que luchan contra ella".
La respuesta de las comunidades indígenas ante las masacres, las desapariciones y las torturas apenas han tenido contestación en el mismo plano. El Movimiento Armado Quintín Lame, activo entre los años 1984 y 1991, fue la única intentona para construir una resistencia armada contra los abusos del estado, pero tal y como recuerda Esperanza, "las comunidades indígenas siempre han transitado el camino de la paz".
Los pueblos originarios también están llevando a cabo una importante labor de educación para concienciar a las nuevas generaciones sobre la importancia de conservar un tesoro que no es exclusivo de los nativos. Si los Achagua, los Betoye, los Chiricoa, los Eperara Siapidara, los Letuama, los Matapí, los Yukpa, los Kawiyari, los Nasa y tantos otros pueblos desaparecen, la biodiversidad que han estado protegiendo durante siglos estaría en serio riesgo de desaparecer ante las tribulaciones de la modernidad.
Las nuevas generaciones serán las últimas que tengan la oportunidad de revertir el camino hacia la autodestrucción al que se dirige irremediablemente el planeta. En la educación en formas de vida más sostenibles y en la protección de las comunidades donde se refugian los cansados pulmones de la Tierra, se encuentra la respuesta que puede hacer posible que los niños y las niñas de hoy no sean los últimos en divisar un futuro más allá de la inmediatez postrimera del mañana.
"Cuando el último árbol sea cortado, el último río envenenado y el último pez pescado, solo entonces el hombre se dará cuenta de que el dinero no se puede comer", reza un proverbio del pueblo indígena norteamericano Cree.
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Millones de personas en todo el mundo están condenadas a sobrevivir en los márgenes del relato, silenciadas por los grandes medios de comunicación que están al servicio de las oligarquías financieras. ‘Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadie con salir de pobres’, decía Eduardo Galenao. En Kamchatka queremos ser altavoz de aquellos que han sido hurtados de la voz y la palabra. Suscríbete desde 5 euros al mes y ayúdanos a contar su historia.
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