Hace cuatro años que Anita Pape Muse, una mujer de 38 años, tuvo que huir de su hogar. Vivía en una pequeña aldea de Macomia, un distrito del norte de Cabo Delgado, la provincia más septentrional de Mozambique. Cuenta en macúa, la lengua local más hablada en el país, que, una noche cualquiera, decenas de insurgentes entraron en su pueblo, quemaron cientos de casas y provocaron horror, miedo y muerte durante tres días seguidos. "Se llevaron a mis hijas. Tres de ellas estaban embarazadas y se las llevaron. Las otras tres no sé dónde están. Ni siquiera si se encuentran bien", recuerda. Un corro de unas quince personas escucha lo que Anita dice. Viven todos, 131 familias en total, en un campo informal de desplazados internos en Maringanha, una barriada de Pemba, ciudad costera y la capital de Cabo Delgado. La mujer prosigue: "Yo logré huir al bosque. Después caminé diez días hasta que pude montarme en una embarcación y llegar aquí. Algunos murieron entre los arbustos. Otros se ahogaron. Fue terrible".
Cabo Delgado es una de las zonas más abundantes en recursos naturales del sur de África e incluso de todo el continente. Un territorio rico en gas, en petróleo, en mármol, en oro, en grafito, en rubíes, en madera de gran calidad. Una supuesta fortuna explotada por empresas occidentales y orientales que no llega a la gente de a pie, enquistada en la miseria más absoluta. Esta provincia es una de las más pobres de Mozambique, que a su vez es una de las naciones más pobres del mundo; ocupa el puesto 185 en el Índice de Desarrollo Humano. Sólo seis estados en el planeta empeoran sus guarismos en esta lista. Otro ejemplo: según las cifras del Banco Mundial, su PIB per cápita apenas llegó a 1.350 dólares en 2021. Los territorios eminentemente agrícolas como Macomia son la expresión de este síntoma en su máximo exponente.
Cabo Delgado es una de las zonas más abundantes en recursos naturales del sur de África e incluso de todo el continente. Un territorio rico en gas, en petróleo, en mármol, en oro, en grafito, en rubíes, en madera de gran calidad. Una supuesta fortuna explotada por empresas occidentales y orientales que no llega a la gente de a pie, enquistada en la miseria más absoluta. Esta provincia es una de las más pobres de Mozambique, que a su vez es una de las naciones más pobres del mundo
En este contexto de vulnerabilidad social y de inequidad y con una desconfianza cada vez más palpable en las autoridades y en los líderes políticos, salpicados por diversos casos de corrupción, en el 2017 un grupo de insurgentes asaltó un puesto de policía en Cabo Delgado, arremetidas que se han prolongado, con más o menos virulencia, hasta la actualidad, dejando miles de muertos y casi un millón de desplazados internos, y se han replicado en las regiones colindantes de Nampula y Niassa e incluso en la vecina Tanzania, que ha cerrado sus fronteras con Cabo Delgado. Quizás, el ataque más sonado tuvo lugar en marzo de 2021, cuando los rebeldes consiguieron controlar la ciudad de Palma, en la misma provincia y de unos 25.000 habitantes, durante unos días. Además, en unas fotografías publicadas recientemente, este colectivo terrorista ha posado enarbolando la bandera del movimiento yihadista Al Shabaab.
Ni es un grupo desconocido para el continente ni tampoco el extremismo islámico un problema menor. Al Shabaab, de origen somalí, se unió formalmente a Al Qaeda en 2012 y ha causado terror en el cuerno de África y otros países del continente en numerosas ocasiones. Ha asesinado a cientos de personas, arrasado aldeas y secuestrado a decenas de rehenes. De hecho, Al Qaeda, el Estado Islámico y un buen número de filiales también han hecho del Sahel y aledaños una gran área de influencia y actuación, la que alberga los grupos insurgentes que crecen con más celeridad en todo el mundo. En 2022, África Subsahariana se convirtió en el epicentro global del terrorismo mundial. El 48% de las muertes causadas por esta lacra tuvieron lugar en esta zona del planeta.
Las áreas que colindan con ciudades de Cabo Delgado como Pemba, Montepuez o Balama se han llenado de improvisados campos de desplazados por el conflicto, con la sospecha de que insurgentes se infiltran en ellos para obtener información y aprovecharse de la ayuda humanitaria. En cambio, el de Maringanha, donde fue a parar Anita Pape, es ninguneado sistemáticamente por las autoridades locales, que incluso han negado su existencia. "Tengo miedo por mis hijas. En realidad, se han llevado a muchas niñas adolescentes. He escuchado que las tratan mal, que las convierten en sus esposas y que, si no tienen suerte, las matan", lamenta Pape. Viste una camiseta azul y blanca, un pareo verde y un pañuelo marrón, que oculta su cabello. Habla justo enfrente de la que es su vivienda y la de su hermana desde hace cuatro años: una lona que hace de techo y telas resquebrajadas a modo de paredes. En el interior, el suelo. No hay nada más salvo unos cubos de plástico que franquean la entrada. "Llegamos con los pies hinchados, cansadas, sin nada", dice.
Afirma Anita Pape que allí, en el campo, falta agua corriente, ropa, comida… "Necesitamos todo lo que es indispensable. La vida es muy cara. Precisamos trabajo y tierras para poder plantar maíz". Y añade: "Los niños no pueden ir a la escuela. No tenemos dinero para ni comprar material ni para uniformes. Tampoco hay forma de que podamos ganarl"”. Mientras Anita Pape y casi un millón de personas como ella espera a una resolución del conflicto, a una paz que tranquilice, ésta parece quedar todavía bastante lejos. Cada vez son más los pueblos y las aldeas que sufren ataques y ciudades grandes como Pemba están en alerta constante. La SADC (Comunidad de Desarrollo de África Austral) ha enviado tropas de apoyo, al igual que Ruanda, aunque ya se sospecha que cargos públicos del gobierno de Paul Kagame, máximo mandatario ruandés, están sacando tajada con la inestabilidad. Mientras tanto, Anita habla así de desesperanzada sobre lo que viene: "Nosotros no creemos en la idea de volver. Si alguna vez lo hacemos en el futuro será por el hambre que pasamos aquí".
CUANDO HUIR ES LA ÚNICA SALIDA
La Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) calcula que alrededor de 30 millones de personas refugiadas, desplazadas internas (se diferencian de las primeras en que éstas no salen de su territorio nacional y siguen dependiendo del gobierno de su propio país) y solicitantes de asilo viven en África, lo que representa casi un tercio de la población refugiada a nivel mundial. Países como Sudán del Sur y su larga y cruenta guerra civil, el Chad o la Republica Centroafricana son hervideros de inestabilidad que provocan huidas y migraciones por miles. También la República Democrática del Congo, otra de las naciones africanas más ricas en recursos naturales (coltán, cobalto, uranio, cobre, oro, diamantes y un largo etcétera) y que se encuentra sumida en conflictos que parecen eternos. Sólo entre 2017 y 2019, cinco millones de personas se vieron desplazadas y, hasta 2019, había 880.000 congoleños en otros estados africanos a causa de la violencia.
Alrededor de 30 millones de personas refugiadas, desplazadas internas y solicitantes de asilo viven en África, lo que representa casi un tercio de la población refugiada a nivel mundial
"Yo no sabía nada de este lugar. Simplemente llegamos y nos dijeron dónde nos teníamos que quedar", dice Gradi Manyonga, una joven congoleña de 21 años. Habla de Dzaleka, donde vive, un campo de refugiados situado en Dowa, una pequeña urbe a unos 60 kilómetros de Lilongüe, la capital de Malawi. Dzaleka se ha desbordado. El lugar, habilitado en 1994 para dar cobijo a los tutsis y hutus moderados que huían del genocidio ruandés y pensado entonces para albergar a unas 12.000 personas, acogía a principios de 2022 a más de 53.000. Y crece a un ritmo de 300 al mes. El campo se ha convertido en una pequeña ciudad, una amalgama de escuetos negocios locales y casas de adobe y ladrillo cuya población es un crisol de nacionalidades. Congoleños, con el 62%, y burundeses, con el 19%, son mayoría. "Aterricé aquí con mi padre y mi hermano cuando yo tenía nueve años. Somos de Kinshasha, la capital, pero tuvimos que escapar por persecuciones y cuestiones políticas", prosigue.
La mayoría de los vecinos congoleños de Gradi cuentan historias parecidas. Algunos huyeron de Goma, una ciudad deformada por la violencia y la guerra desde hace lustros y por la erupción del volcán Nyiragongo en 2021. Otros lo hicieron de Lubumbashi, una urbe donde los choques entre fuerzas de seguridad y milicias resultan constantes y las víctimas, directas e indirectas, se cuentan por miles. Pero en Dzaleka se dieron de bruces con una nueva realidad: el gobierno de Malawi, agobiado por la escasez generalizada, con más de la mitad de la población del país, de unos 19 millones de personas, viviendo bajo el umbral de la pobreza, no otorga permisos de trabajo a los refugiados, ni les permite acceder a estudios superiores ni, salvo contadas excepciones, les otorga la nacionalidad. Manyonga lo explica así: "Terminé aquí la primaria, la secundaria y una diplomatura en Trabajo Social que realicé por internet gracias a una universidad de Estados Unidos. Ahora me gustaría licenciarme en Relaciones Internacionales, pero no me lo permiten. Y eso que yo no escogí ser refugiada; es lo que me ha tocado".
La vida para los miles de refugiados que viven en Dzaleka se ciñe tan solo a todo aquello que se pueda hacer dentro de Dzaleka. Pese a ello, dice Manyonga que su historia como refugiada hasta ahora no ha sido mala. Que, con espíritu de resiliencia, los obstáculos resultan más sorteables. Actualmente, la joven ejerce como profesora en una escuela que una ONG brasileña abrió hace unos años en el campo. Con el dinero que gana, ha podido ayudar a su familia a iniciar un pequeño negocio de compra y venta de gallinas y huevos y dedicarse a su otra vocación: la de activista por los derechos de las mujeres y las niñas. "Con parte de mi sueldo he comenzado mi propio proyecto social, al que he llamado Girls Union for Empowering Actions (Unión de Chicas para Acciones de Empoderamiento). Con él, apoyo a 25 beneficiarias, chicas vulnerables, huérfanas, mujeres que han sufrido mutilación genital femenina o violencia sexual o que quieren empezar a mejorar sus formas de ganarse la vida", finaliza.
Dzaleka sólo es, en realidad, una gota en un océano gigante, un grano en un desierto inabarcable. Según ACNUR, seis de los ocho campos de refugiados más grandes del mundo se encuentran en África. El de Dadaab, que encabeza esta lista, situado en el sudeste de Kenia, muy cerca de la frontera con Somalia, tiene ya alrededor de 250.000 habitantes repartidos en sus tres campamentos. Kakuma, en segunda posición y ubicado también en la nación keniana, alberga a casi 185.000 personas de 20 nacionalidades diferentes. En el de Yida, en Sudán del Sur, viven más de 70.000 humanos. En Katumba, en Tanzania, casi llegan ya a esta cifra, al igual que en Pugnido, Etiopía. Y Mishamo, igualmente en Tanzania, supera a Dzaleka por poco; se queda en unos 56.000. No es mucha la gente que logra salir de esta espiral de miseria e inseguridad y, cuando lo hace, espera una existencia tan llena de obstáculos como de incertidumbre.
VIVIR A LA ESPERA
El año 2016 marcó un antes y un después en la tierra natal de Jchuienje Ngongang Yorik, un fornido hombre de 34 años. Vino al mundo en la Région du Littoral, una de las ocho provincias francófonas de Camerún. Las otras dos, situadas al oeste y en terreno fronterizo con la de Ngongang, son anglófonas. Por eso él, además de su lengua local, domina el francés a la perfección y chapurrea el inglés con cierto gracejo. Habla de enfrentamientos, de represión, de gente asesinada. "Yo había encontrado un empleo en una granja. Es a lo que dedicaba mi vida, a la agricultura, al campo. Estuve dos años allí hasta que ahorré para abrir mi propio negocio", cuenta. Dice entonces que comenzó a ganarse la vida con cierta holgura hasta que un día cualquiera todo cambió. "Vinieron los rebeldes, no sé de qué grupo, me secuestraron y me llevaron a hacer trabajos forzados en medio de un bosque. Me amenazaban con dispararme; o me quedaba allí o me mataban".
Pese a que el origen de esta división en Camerún entre provincias anglófonas y francófonas, con fricciones más o menos reseñables, se remonta al reparto colonial africano de las grandes potencias europeas, en 2016 recrudeció el problema en toda su aspereza. Entonces, profesores universitarios, alumnos y abogados de las provincias de habla inglesa respondieron con huelgas y manifestaciones a una medida gubernamental que pretendía aumentar el uso del francés en centros educativos y tribunales. Para detener las protestas, el presidente camerunés, Paul Biya, envió al ejército. Y los enfrentamientos entre fuerzas armadas y grupos rebeldes estallaron sin remedio. Desde entonces, ha habido más de 3.000 víctimas mortales según ACLED, una organización especializada en la recopilación y análisis de datos y en el mapeo de las crisis causadas por los conflictos. Además, ACNUR calcula que unas 700.000 personas han tenido que huir a regiones camerunesas más seguras o a diferentes países.
Jcuienje Ngongang fue de los segundos, de los que decidieron probar suerte en otra nación. Cuenta que logró escapar de aquel campo en una mañana de furia y fuego. Prosigue su historia así: "Un día vino el ejército disparando. Hubo una batalla entre los dos grupos y yo conseguí escabullirme a través del bosque. Anduve durante dos o tres días hasta que llegué a una ciudad. Desde allí ya logré regresar a la mía". A su vuelta, más miedo y terror: descubrió que su hermano pequeño había sido asesinado y que a su madre le inundaba el miedo por lo que pudiera pasarle a él. Su decisión fue la huida. Pensó en hacerlo a Nigeria, una economía pujante, pero descartó esta opción por los problemas de inseguridad; diferentes conflictos locales y la guerra contra Boko Haram, otro grupo terrorista, hacen de este estado un destino poco recomendable para cualquiera. También contempló la opción de Sudáfrica, pero la rechazó por el mal trato que reciben muchos migrantes en este país. Ruanda fue casi su única elección posible.
Ngongang llegó a su país de acogida a finales de 2020. Pero no fue el final idílico de su pesadilla. "Las primeras semanas tuve que dormir en una mezquita con gente de muchos países, personas que pasaban por una situación parecida a la mía. No tenía dinero, ni ropa, ni comida. No tenía nada", dice. Desde entonces, su vida se ha convertido en una eterna espera. El estado ruandés, que acoge a más de 150.000 personas y que tiene cuatro campos de refugiados abiertos y otro en proceso de descomposición, le ha denegado el status de refugiado varias veces por considerar que no huye de un conflicto como tal, por lo que tampoco le ha concedido un permiso de trabajo. "Sin esa licencia no puedo acceder a buenos oficios. Abandoné la mezquita porque el gobierno me consiguió un lugar para comer y pasar las noches. Y después me vine aquí, a esta casa, con mi pareja y sus hijos", afirma.
Jchuienje habla así de Mutoni Sangano, una mujer de 38 años que huyó hace ya casi veinte años de la República Democrática del Congo junto a su madre y sus hermanas y se estableció en un campo de refugiados en Ruanda. Allí tuvo a sus dos hijos, de quince años la mayor y de cuatro el pequeño. Después conoció a Ngongang y ambos viven ahora en Mdela, una aldea a un puñado de kilómetros de Kigali, la capital. Ella afirma que, por su condición de mujer y por su condición de extranjera y con dos personas a su cargo, conseguir oficios bien remunerados es misión imposible. La situación de su país de acogida tampoco ayuda. Pese a un reseñable crecimiento económico en los últimos años, el 40% de la población ruandesa sigue viviendo bajo el umbral de la pobreza. Así que ambos ven pasar los días en una tierra extranjera sin más esperanza que ganarse la vida con dignidad y honradez, toda vez que volver a sus ciudades, a sus países, a los sitios donde nacieron, con su familia, se antoja un deseo a todas luces irrealizable.
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