Joseph Nester es un chaval de catorce años que vive en la calle desde hace alrededor de dos meses y que ha hecho de los soportales de los comercios colindantes su hogar, de cualquier palé abandonado su camastro y colchón y de sus compañeros de vida y de andanzas sus únicos amigos. Cuenta que esa, la calle, fue su única opción. O, al menos, la que le pareció menos mala. "Mis padres se separaron y me dejaron con una tía abuela, pero ella no podía mantenerme ni pagarme los estudios. Ahí fue cuando empezó a ir todo mal", afirma. Habla sentado en un bordillo de la cera de una céntrica vía de Das er-Salaam, la ciudad más importante en economía y población de Tanzania. "Vivir así no tiene nada bueno. Nada".
Joseph Nester vino al mundo en un pueblo de la región de Mwanza, situada al noroeste de Tanzania, un país poco amable para nacer. De sus más de 64 millones de habitantes, casi el 50% vive con menos de dos euros al día. Y la pobreza no es el único problema para cientos de miles de niños. En esta nación, los castigos corporales a los niños son legales. El artículo 13 de la Ley de la Infancia permite una "corrección justificable" a los chavales con mal comportamiento. Y las Regulaciones de Educación Nacional establecen que los profesores pueden pegar a los alumnos en manos y nalgas siempre que sea con un palo ligero y flexible. Por ello, el 78% de las chicas y el 67% de los chicos afirman haber sufrido abusos físicos por parte de sus profesores. Por eso, muchos eligen vivir en la calle, embebidos de una falsa idea de libertad.
Joseph Nester vino al mundo en un pueblo de la región de Mwanza, situada al noroeste de Tanzania, un país poco amable para nacer. De sus más de 64 millones de habitantes, casi el 50% vive con menos de dos euros al día
Muchos acaban en Dar es-Salaam; una urbe que crece y crece (actualmente tiene una población cercana a los 6,5 millones de habitantes, que ascenderá hasta los 10 millones al finalizar la década) y donde los chavales encuentran oportunidades que en otros lugares no tienen. Las estimaciones apuntan a que alrededor de 5.000 niños viven en las calles de esta ciudad, aunque lo cierto es que la dificultad de registrarlos y monitorizarlos invita a pensar que pueden ser muchos más. Algunos mendigan en los semáforos. Otros venden frutas, patatas fritas u otros comestibles. Joseph Nester se dedicar a comerciar con caña de azúcar. Se coloca en cualquier cruce transitado y cobra 1000 chelines tanzanos (alrededor de 40 céntimos) por bolsa. "Puedo sacar al día unos 5.000 chelines. No es mucho, pero suficiente para comer", dice.
La tía abuela de Joseph llevó al chaval a una organización que pudiera hacerse cargo de sus necesidades más básicas, pero no duró mucho allí. "No me gustaba aquel lugar. Eran muy rígidos y no me dejaban suficiente libertad. Conocí a un chico del que me hice amigo y que me dijo que nos podíamos dedicar a limpiar coches, que con eso ganaríamos dinero". El plan parecía perfecto: pasaría las mañanas trabajando y por las noches buscaría algún cobijo seguro para dormir. Y así lo hizo durante varias semanas. Pero, un día cualquiera, su padre pasó por el establecimiento, lo vio y enfureció. "Me preguntó qué hacía y de qué estaba viviendo. Entonces me volvió a llevar con mi abuela, pero yo no quería vivir allí, así que me escapé y vine a Dar es Salaam".
Otro amigo, otro compañero de fatiga, le habló de la caña de azúcar, pero, tras unos meses de calle, barro y polvo, a Joseph le faltan esperanzas y le sobra conocimiento sobre drogas, abusos y noches a la intemperie. "Cuando necesito bañarme voy al río, donde los chavales más mayores se ponen a esnifar pegamento o a fumar marihuana. Me dicen que si yo no lo hago no me dejan meterme en el agua". También sabe de sueños que se apagan, de experiencias malas. "Me da vergüenza mendigar en los semáforos, pero no tengo otra opción. Hay días que no hay caña de azúcar que vender y necesito dinero". Eso es lo que menos le gusta. "La policía nos persigue, nos pega, nos roba y nos amenaza con llevarnos a la cárcel". Eso, lo que más miedo le da. "Cuando crezca, quiero ser conductor. De camiones, autobuses… Eso me da igual". Y ese, su mayor anhelo.
NIÑAS DE UN PAÍS AGRIETADO
La vida de Joseph dista mucho de ser un caso aislado. Unicef calculaba en febrero de 2019 que en África había entonces unos 13,5 millones de menores desarraigados, incluidos los desplazados por los conflictos, por la miseria más absoluta y por el cambio climático. La pandemia de Covid-19, que mantuvo las escuelas cerradas durante largos periodos de tiempo en diversos países del continente, ha podido dejar muy atrás este número. Otras organizaciones sociales elevan las estimaciones: dicen que hay 120 millones de niños viviendo en la calle en el mundo, de los que 30 millones lo hacen en las naciones africanas.
Mabinty Sesay tiene 16 años y afirma que la prostitución es la forma que ha encontrado para ganarse la vida. Ella nació y vive en Freetown, la capital de Sierra Leona, un país poco amable si eres mujer y vienes al mundo en el seno de una familia pobre, algo bastante común. Casi el 57% de la población sierraleonesa vive bajo el umbral de la pobreza. Y no es la única estadística para la desesperanza. La guerra civil que finalizó en 2002, y que asoló al país durante más de una década, dejó un estado con las estructuras muy debilitadas. La epidemia de ébola de 2014, que acabó con la vida de 4.000 personas en dos años, terminó por destrozarlas. Ahora hay unos dos doctores por cada 100.000 habitantes, una de las densidades más bajas del mundo. Su tasa de mortalidad materna, por ejemplo, es la más alta del planeta. Aquí mueren 1.360 mujeres por cada 100.000 nacimientos.
Dice Mabinty Sesay que en su situación, sin estudios y sin conocer profesión alguna, la prostitución es la única forma que encontró para ganar dinero. Que su país no reserva una vida de ensueño para muchachas como ella. "No llegué a conocer a mi madre. Murió cuando yo apenas tenía unos días. Así que viví hasta los 14 años con mi padre. Pero entonces falleció. Como no tengo más familiares, la calle fue mi única opción", cuenta. Y explica su rutina: "Salgo por la noche a buscar hombres. Ya sé los sitios donde puedo encontrarlos. Después tengo sexo con ellos. Cuando acabo, me vuelvo a casa, un cobertizo que comparto con otras compañeras. Pagamos un pequeño alquiler para dormir allí. Y, al día siguiente, lo mismo".
Sesay afirma que hay quien le paga unos 30.000 leones por cita (alrededor de 2,5 euros). Pero que también hay hombres que no pasan de los 5.000 leones (unos 40 céntimos de euro). Y justifica la diferencia diciendo que no todos sus clientes tienen el mismo dinero. Habla también de los abusos, de los golpes, de la adicción a todo tipo de drogas (marihuana, tramadol, cocaína), del miedo, de la absoluta desprotección por parte de las autoridades, que aprovechan su situación de extrema vulnerabilidad para ofrecer favores a cambio de sexo o para robar el dinero de sus duras jornadas de labor, de la extrema soledad. "Algunas veces nos pegan, o abusan de nosotras, o no nos pagan. Hace unos meses me contagiaron una gonorrea. Fui al hospital, pero dos enfermeras se negaron a atenderme porque soy una prostituta. Yo estoy sola; no tengo nada ni a nadie en la vida".
Algunas veces nos pegan, o abusan de nosotras, o no nos pagan. Hace unos meses me contagiaron una gonorrea. Fui al hospital, pero dos enfermeras se negaron a atenderme porque soy una prostituta. Yo estoy sola; no tengo nada ni a nadie en la vida
Por la complejidad del asunto, resulta complicado establecer cuántas muchachas ejercen la prostitución en Freetown. Dos instituciones que trabajan en el rescate y reinserción familiar de estas adolescentes, Child Heroes y Don Bosco Fambul, calculan que por sus programas han pasado más de 1.000 menores desde 2016, aunque esta cifra podría ser sólo la punta del iceberg. Jorge Crisafulli, director de la segunda de estas instituciones, explica: "El principal error es ver a estas chicas como un problema. La policía, el gobierno o los militares lo hacen a menudo y dejan de tratarlas como un sujeto de derecho. Y sólo son niñas; algunas se pintan y se ponen vestidos provocativos para salir por la noche, y a la mañana siguiente lo cambian por el uniforme para ir a la escuela. Hay quien se prostituye para costearse la educación, otras lo hacen para pagarse un plato de comida. Muchos agentes las persiguen y las maltratan. Los casos de violaciones, incluso dentro del ambiente policial, son numerosos".
VIVIR EN LA DROGA
Chileshe, un chaval de 13 años -uñas negras, sudadera gastada con capucha, pantalones vaqueros largos de un par de tallas más que la suya, chanclas en unos pies sucios y un fuerte olor corporal que denota muchos días sin lavarse-, vive enganchado al sticker, la droga que, por precio y accesibilidad, está de moda en las calles de Lusaka, la capital de Zambia. "Entiendo que no está bien, que no es bueno para mí. Pero soy un adicto. Simplemente, no puedo dejar de hacerlo", dice. Habla rodeado de sus amigos, una quincena de chavales que, como él, han hecho de las calles su hogar y del sticker su único pasatiempo, debajo de un céntrico puente de la ciudad, junto a los raíles que desembocan en la estación del tren. Algunos juegan al fútbol con una pelota de trapo de fabricación casera, pero la mayoría descansa de los efectos de la droga sentados en un banco de madera que ellos mismos han colocado a la sombra del viaducto.
Empujado por el sector servicios y la construcción, Lusaka ha protagonizado un significativo despegue económico y sobre todo demográfico en las últimas dos décadas. Si el censo del año 2.000 le otorgaba apenas 1,1 millones de habitantes, en 2022 la población de la capital del país se aupó hasta sobrepasar los 3 millones. Más aún, las estimaciones apuntan a que, para el año 2100, esta cifra podría superar los 10 millones, siendo una de las urbes de África con un crecimiento más veloz y notorio. La incipiente natalidad y la migración desde los pueblos en busca de las oportunidades que escasean en zonas rurales explican este desarrollo. Sin embargo, la pobreza sigue siendo uno de los enemigos más poderosos de la nación. Casi el 55% de los zambianos viven bajo el umbral de la pobreza. Chavales como Chileshe son la cara más visible de esta estadística.
La historia de Chileshe es parecida a la que cuentan Joseph Nester en Tanzania o Mabinty Sesay en Sierra Leona. "Me fui de casa hace algo más de dos años. Mi madre me pegaba, mi padre algunas veces también. No me quedó más remedio que marcharme. Dejé de ver a mis amigos, de ir al colegio. Vivo en la calle desde entonces". Chileshe también ha hecho de la mendicidad su forma de vida y de las tablas abandonadas en los mercados sus improvisados camastros. Según algunos medios locales, la cifra de niños que viven en las calles de Zambia (un país de unos 20 millones de habitantes) podría superar los 100.000, con Lusaka como principal destino. Los programas llevadas a cabo por los gobiernos locales (uno en 2006 en el que enseñaron oficios a algunos de estos jóvenes y otro en 2018, este con el apoyo de Unicef, con el que aseguraron haber alcanzado a 50.000 chavales) no han servido siquiera para mínimamente mitigar el problema.
Me fui de casa hace algo más de dos años. Mi madre me pegaba, mi padre algunas veces también. No me quedó más remedio que marcharme. Dejé de ver a mis amigos, de ir al colegio. Vivo en la calle desde entonces
Chileshe y sus amigos explican que consumen sticker -una mezcla casera de pegamento y combustible para aviones- porque es barato. Llenar un tapón, que luego vierten en una botella para inhalarlo, cuesta un kwacha zambiano (alrededor de cinco céntimos de euro). Sólo con esa cantidad, los efectos pueden durar entre 20 y 30 minutos. Ellos gastan alrededor de ocho kwachas al día. Ellos y, en realidad, la inmensa mayoría de los miles de niños que viven en las calles de Lusaka. Habla John Chanda, un hombre de 39 años que fue niño de la calle y que ahora trabaja en una ONG que intenta sacar a chavales de esta situación: "Lo peor para estos críos es el sticker y la adición que crea. Cuando alguien cae en esta droga y la consume diariamente, algo muy perjudicial para el cerebro, resulta difícil que pueda volver a la realidad, pero les quita el apetito cuando tienen hambre y les ayuda a no pasar el frío por las noches".
Chileshe afirma que quiere volver a su vida anterior, con su familia, con sus amigos, a un hogar. "Claro que me gustaría regresar, pero no sé si voy a poder hacerlo. Hace ya varios meses que me fui… La vida que llevo ahora, en la calle, tiene muy pocas cosas buenas". Como la mayoría de sus amigos, Chileshe habla con los párpados caídos por el sticker, se expresa con pocas palabras y tiene una expresión triste. Pero es que su caso es algo cada vez más común en todo el continente. La Organización Mundial de la Salud ha advertido del gran aumento de consumo de drogas entre jóvenes africanos. Además, la ONU estima que, para el 2030, el número de consumidores de sustancias estupefacientes en África aumentará hasta en un 40%. Cocaína, heroína o drogas caseras como el pegamento que inhalan Chileshe y su pandilla serán los que harán estragos entre miles de niños africanos de la calle.
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