La furgoneta avanza por las calles de Kabul. Desde las ventanas, a simple vista, el ir y venir de comerciantes, compradores y transeúntes no revela que, en los mercados, escondida bajo los puentes o camuflada en montañas de seres humanos, se esconde una problemática de drogadicción que no ha parado de aumentar en los últimos años y donde las mujeres tienen cada vez mayor protagonismo.

El grupo de trabajadoras sociales del centro de rehabilitación '100-bed National Center for the Treatment of Addiction for Women and Children' de Kabul (Centro Nacional 100 Camas de Tratamiento de Adicciones para Mujeres y Niños) se detiene en una colina donde se concentran decenas de drogadictos que encuentran aquí la mercancía. La mayoría son hombres, pero las trabajadoras sociales saben que el lugar también es frecuentado por mujeres, a las que pretenden convencer para que inicien un tratamiento de desintoxicación de 45 días.

Con sus batas blancas, el grupo de trabajadoras sociales baja del furgón. Decididas y separadas, pero organizadas, acorralan a varias mujeres. "Les decimos que vengan, que las traeremos a nuestro centro y les daremos buenos servicios, pero no aceptan", cuentan las trabajadoras sociales, que ya conocen de anteriores ocasiones a la mayoría de las mujeres. Ellas, nada más verlas, huyen desesperadamente, enfadadas y a gritos. A su alrededor se amontonan curiosos que observan la persecución.
"No soy adicta. Mis hijos están en casa y mi marido no me deja ir con vosotras", responden. Es un círculo que se repite una y otra vez. "Si no vienes, iremos a la policía y los talibanes os llevarán con nosotras", insisten las trabajadoras.

Una de las mujeres, vestida de negro y que aparenta una edad avanzada -aunque en Afganistán se envejece muy joven- corre colina abajo. "¡No quiero ir con vosotras!", grita sin detenerse, hasta que finalmente frena al pie de la montaña. Farida (nombre ficticio) mendiga para conseguir dinero. "Quiero quedarme aquí. He estado en el centro de rehabilitación 10 o 12 veces, pero no me curan. Aquí me traen la droga y por la noche vuelvo a casa con mis hijos".

No ha encontrado apoyo en las instituciones y tantos años con adicciones la han privado de cualquier esperanza. Los inicios se remontan a la escuela. "Una de mis amigas del colegio solía consumir y así es como empecé. Hace 12 años que consumo", reconoce. Su historia puede verse reflejada en la de muchas otras afganas que conoceremos en los próximos días. "He perdido a mi marido, a mi hija, a mi madre, a mi suegra... Mentalmente nunca estaré bien", lamenta.
Cuando la conversación termina, aprovecha un momento de relajamiento para huir. Las trabajadoras sociales corren detrás de ella, ante la mirada del resto de adictos que se limitan a observar la situación.
Un problema sin final a la vista
Si bien el grave problema de la drogadicción que padece la sociedad afgana es más evidente en los hombres, que viajan hasta Kabul para tener acceso a la heroína, y más recientemente a la metanfetamina, cada vez son más las mujeres que, a menudo empujadas por la adicción de sus maridos, caen en las redes del consumo.

En un país desmembrado por 40 años de conflictos resulta difícil cuantificar el número de personas enganchadas a algún tipo de sustancia. En el año 2005 se estimaba que había un total de 200.000 adictos al opio. En 2009 había ascendido al millón y en 2015 se situaba entre 1,9 millones y 2,4 millones, según la Organización de las Naciones Unidas, aunque actualmente las cifras oficiales sitúan el número de drogadictos en los 5 millones, de una población total de unos 40 millones.
En el año 2005 se estimaba que había un total de 200.000 adictos al opio. En 2009 ya había ascendido al millón y en 2015 la cifra se situaba entre 1,9 millones y 2,4 millones. En la actualidad superan los 5 millones
Un aumento exponencial más que evidente, y además preocupante, si tenemos en cuenta que entre 2002 y 2017 Estados Unidos invirtió 8.500 millones de dólares para luchar contra el narcotráfico en el país centroasiático, según el Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR).

Las cifras femeninas siguen la misma tendencia alcista. Según la ONU, al menos el 3% de las mujeres afganas eran drogadictas en 2009. En el año 2015 ya suponían el 9,5%. Actualmente, las estimaciones del Ministerio de Salud Pública afgano sitúan el número de mujeres drogadictas cerca del millón, y la de niños y niñas sobre los 100.000. Con frecuencia, cuando la madre consume, los hijos e hijas acaban también convirtiéndose en adictos.

Y es que desde hace décadas, Afganistán es el principal cultivador de la amapola -la planta que se utiliza para producir opio- del mundo. De este país sale el 80% de la sustancia que se consume en todo el planeta. La que no se exporta y permanece en el país supone un grave problema.
Por si fuera poco, el Observatorio Europeo de Monitorización de las Drogas y de la Drogadicción (EMCDDA) reveló en 2020 que la metanfetamina representa un problema creciente. Progresivamente, Afganistán se está convirtiendo en un productor global de esta droga. La razón es que los traficantes han descubierto que la planta de efedra, que crece de forma salvaje en algunas partes de Afganistán, puede servir para fabricar la metanfetamina.
Empezar el tratamiento
La entrada masiva de esta droga en el mercado afgano, así como el aumento cada vez más preocupante de mujeres drogadictas, lo han vivido de cerca desde '100-bed National Center for the Treatment of Addiction for Women and Children', uno de los centros públicos de referencia en este ámbito de Kabul. "Hace dos o tres años era difícil encontrar a una mujer adicta en las calles, pero ahora las vemos cada día", explica la doctora Shaista Hakeem, coordinadora del centro, que nos recibe en su despacho situado en la entrada del edificio. "La droga es muy barata en el país. Por 20 afganis (unos 20 céntimos) puedes comprarla. La mayoría de pacientes usaban heroína, pero ahora consumen metanfetamina o cristal, lo que aquí llamamos shisha", puntualiza.

"Las razones principales que empujan a las mujeres a las drogas son la economía y la falta de empleo. No pueden hacerse cargo de sus familias y se evaden a través del consumo", cuenta la doctora, que ha trabajado sobre el terreno en el ámbito de las drogadicciones en las últimas dos décadas. En muchos casos, "sus maridos son adictos y hacen que sus esposas se enganchen. Los hombres fuman en la habitación y es así como se acostumbran. Tenemos niños y niñas aquí, desde los 2 años de edad. Sus madres consumían estando embarazadas y cuando nacen les dan algún tipo de sustancia para que no lloren".
Tenemos niños aquí que son adictos desde los 2 años. Sus madres les dan algún tipo de sustancia para que no lloren
Ante semejante panorama, trabajan incansablemente en un tratamiento por tres fases: "Los primeros 15 días son para la desintoxicación. Después tenemos la fase de rehabilitación, donde las entrenamos en distintos ámbitos. La tercera fase consistía en un seguimiento de un año para que no recaigan, pero hemos tenido que interrumpirla por falta de financiación", lamenta la doctora Hakeem.

El centro para mujeres, situado en el centro de Kabul, abrió el año 2016 y tiene 60 empleados: 50 mujeres y 10 hombres que actualmente acogen a 48 pacientes. Es un lugar amplio, formado por diversas plantas, que dispone de patio, terraza y salas donde los más pequeños reciben clases mientras sus madres son auxiliadas por psicólogas y trabajadoras sociales. La doctora nos acompaña en una visita por las instalaciones.
Shukria y la maldición de Kabul
En una de las habitaciones reposa Shukria, de 35 años, junto a dos de sus hijas: Roya, de 16 años, y Samira, de tan solo 2. Son de Badakshan, al noreste del país. Sentadas sobre la cama de una habitación austera que comparten con otra paciente, explican que decidieron trasladarse a Kabul, junto al padre y a otros tres hijos, tras el regreso de los talibanes al poder. Un año después empezaría su descenso a los infiernos: "No estaba bien cuando me drogaba. Ahora miro atrás y me siento mal". Shukria empezó tomando heroína y después cambió a cristal. "Por 200 o 300 afganis (unos 2 o 3 euros) puedes conseguir una pequeña dosis", explica.

Pobreza y ninguna perspectiva de futuro, el cóctel fatal que empuja a las mujeres a la drogadicción. "Si tuviera una casa y pudiera ganarme la vida no consumiría", asegura. Shukria ya había estado anteriormente en el centro, donde llegó por su propio pie. En esta ocasión, las trabajadoras encontraron a su hija adolescente bajo el puente Pul-e-Sokhta, donde acuden muchos adictos, y a través de ella han llegado hasta su madre para que juntas ingresaran nuevamente. Hace 13 días que se encuentran aquí.
La joven Roya, con semblante serio, no rehúye las preguntas. "Mi padre empezó y lentamente toda la familia se enganchó a las drogas. Tenía unos 10 años cuando vinimos a Kabul y nunca he ido a la escuela". Ahora planea hacerlo cuando acabe el tratamiento.

La doctora interviene desde un rincón de la sala. "Hemos solicitado a las escuelas que aceptaran a las jóvenes que tenemos aquí, pero les piden los documentos de identidad y no los tienen".
-Roya, ¿qué te gustaría hacer de mayor? -le preguntamos.
Se toma una larga pausa para pensarlo. "Me convertiré en médico. Tú me has ayudado", dice mirando a la doctora, "y eso es lo mejor que me ha pasado". La directora del centro esboza una sonrisa cómplice.
Shukria y Roya ponen todo el empeño en la recuperación, pero los problemas continúan fuera del centro, en la familia. Los dos hijos varones también son adictos y se ganan la vida limpiando zapatos en las calles. La doctora nuevamente interviene: "Antes había un programa de dexintosicación para niños, a partir de 9 años de edad, pero el hospital ha cerrado. Pueden drogarse hasta que cumple los 18. Es ahí cuando los llevan a un centro sanitario para adultos".

El marido de Shukria también consume. "Cuando vuelvo a casa y mi marido se droga, recaigo", lamenta. Pero esta vez ha tomado una decisión: "Al terminar mi estancia aquí informaré a los talibanes sobre mi marido para entregárselo a ellos y que sea tratado", sentencia.
Convivir en el centro de rehabilitación
El día a día del centro se llena de actividades. De 8 a 12 de la mañana, talleres psicológicos; durante el mediodía es la hora de la comida y del rezo; y por la tarde hacen ejercicio. Paralelamente, el grupo de hijas e hijos de las pacientes reciben clases en una sala. Durante nuestra visita aprenden los meses del año en el calendario local y los principios del islam.
En otra estancia, una docena de mujeres participa en un juego donde, con los ojos tapados, deben reconocerse unas a otras. Unos minutos después, en círculo, hablan sobre sus problemas, conducidas por la psicóloga.

"El tema de hoy es el autocontrol. ¿Qué es para vosotras el autocontrol?", interpela la doctora. La mayoría se muestran tímidas. Finalmente, la más mayor del grupo se atreve a participar: "Deberíamos tener control sobre nuestro cuerpo y debemos pedir perdón a las personas de las que hemos abusado", responde. "Tenemos que tratar bien a todo el mundo", asegura otra.
La psicóloga prosigue: "¿Cuáles son los efectos de las drogas?". Y una de las pacientes contesta: "Te separan de tu hogar, de tus hijos, de la familia. Te conviertes en una persona inútil". Otra añade: "Los hijos nos dicen que no deberíamos ser sus madres porque hemos destrozado sus vidas".
En el transcurso de las sesiones suelen recitar poesía e incluso bailar, pero ante nuestra visita se muestran menos participativas, confiesan las trabajadoras del centro.
Se acaba la sesión terapéutica y es la hora del recreo. Todas juegan con balones en el patio, menos Najeeba, que permanace en un rincón con gesto preocupado. "No sé dónde está mi marido. También es adicto. No tengo una casa, así que ahora estoy buscando un sitio. Tengo un hijo y tres hijas. Hace dos meses que estamos aquí. Vine por mi propio pie, por mis hijos, porque en la calle hace mucho frío", relata.

Antes, Najeeba -que no sabe su edad aunque cree que ronda los 30 años- vivía con sus seres queridos: "Tenía una buena vida, una buena familia, pero ahora todo está perdido", lamenta. Hace unos meses la abandonaron debido a su adicción a heroína y a la metanfetamina. Empezó hace cinco años por la adicción de su marido, en Tagab -en la provincia de Kapisa-, donde residían, hasta que en la aldea cada vez se le hacía más difícil encontrar droga y decidió instalarse en Kabul. En la capital "solía mendigar para comprar droga", confiesa. "Ahora, si vuelvo al mercado... la tentación está ahí y me engancharía otra vez. Quiero dejarlo, pero no tengo un sitio donde vivir. Cualquier trabajo que pueda encontrar, limpiar o lo que sea, lo haré. Solo quiero ocuparme de mi familia".

Najeeba cuenta que en los últimos meses, desde la vuelta de los talibanes al poder, el trato hacia ella -y hacia el resto de adictos- ha empeorado sustancialmente. "El gobierno anterior no se metía con nosotros, pero los talibanes nos arrestan o nos disparan. Si te ven consumiendo droga empiezan a golpearte".
Los talibanes nos arrestan o nos disparan. Si te ven consumiendo droga empiezan a golpearte
Vuelven los talibanes al poder
El primer gobierno talibán, entre 1996 a 2001, prohibió el cultivo de amapola para buscar la legitimidad de la comunidad internacional, pero tras el atentado contra las Torres Gemelas y la intervención de Estados Unidos, fueron acusados de beneficiarse del comercio de drogas mediante el cobro de impuestos a los traficantes en las áreas bajo su control. Una investigación de David Mansfield, experto en los circuitos de tráfico de drogas afganos, asegura que solo en el año 2020, el grupo ganó 20 millones de dólares con el contrabando, extremo que los talibanes han negado en reiteradas ocasiones.
Ahora, su vuelta al gobierno los ha puesto nuevamente en la encrucijada. En la primera rueda de prensa tras la toma del poder, el portavoz talibán, Zabihullah Mujahid, prometió que se retomaría la prohibición sobre el cultivo y tráfico de adormidera. Poco después rectificó y aseguró que el veto repercutiría negativamente en la población cuya única fuente de ingresos gira en torno al negocio de la droga y, por tanto, era necesario esperar a que la comunidad internacional desbloqueara los fondos económicos para reactivar la economía. Finalmente, en el enésimo cambio de postura, el líder supremo talibán, Haibatullah Akhundzada, anunció un nuevo decreto para penalizar el comercio de droga.

Pese al dictamen talibán, el problema persiste a pie de calle. Sin ninguna higiene y en condiciones infrahumanas, en Kabul resulta habitual las concentraciones de adictos bajo los puentes. Las trabajadoras sociales acuden diariamente a las zonas más frecuentadas, mientras la policía del régimen oberva la situación. "Estamos aquí para protegerlas", dice Adel Ahmad, oficial de actividades criminales del distrito 6 de Kabul. "Hay más de mil drogadictos en esta área y queremos que reciban algún tipo de ayuda para que se recuperen. Estamos trabajando para expandir los hospitales y buscamos asistencia de trabajadores sociales. Tenemos un buen comportamiento, porque la solución no es golpearles", explica el agente que sigue a raja tabla la directriz de ofrecer un rostro amable a los extranjeros.

"La pobreza es la causa principal de la adicción", asegura Qari Nasser, director del área de crímenes de la policía. "Es necesario mejoras las condiciones económicas y que los niños reciban una buena educación. Estados Unidos tiene que desbloquear el dinero del que se ha apoderado", prosigue. "Y luego, en segundo lugar, hay que construir más hospitales y ofrecer alternativas a los drogadictos para que puedan ganarse la vida y no volver a recaer".
Mientras los talibanes eluden cualquier responsabilidad, desde el centro de rehabilitación han vivido su vuelta al poder y su trato hacia los drogadictos de forma muy distinta. "Han implementado las restricciones y nos han dicho que la próxima vez que venga un paciente tenemos permiso para matarle", explica la coordinadora. "Quieren que los dejamos tirados en una cama hasta que mueran, pero nosotras vamos a ayudarles".
"Los talibanes nos han dicho que tenemos permiso para matar a los pacientes, pero nosotras vamos a ayudarles", relata la coordinadora del centro de rehabilitación.
La doctora Shaista Hakeem analiza la degradación de la red asistencial desde la toma del poder por parte de los talibanes: "Antes había muchas organizaciones para tratar a los pacientes y teníamos el Ministerio de Asuntos de la Mujer y hospitales especializados en drogadiccion, pero ahora… Ahora, el Ministerio de Salud Pública y el Ministerio del Interior han tomado el control y solo han generado más problemas que soluciones", concluye.
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