Veo que este pasado mes de octubre la editorial Turner ha sacado a la luz un libro de Mason Currey sobre los hábitos creativos de mujeres de todo origen y color. Rituales cotidianos: las artistas creadoras se aproxima a Simone de Beauvoir y a Susan Sontag. A Nina Simone y a Marlene Dietrich. A Marie Curie. A Patti Smith. A Diane Arbus. Esta edición es hermana melliza de otro volumen reciente pero ya clásico, Rituales cotidianos: cómo trabajan los artistas. Gracias a esta lectura descubrí las costumbres de Francis Bacon, de Federico Fellini. De Toni Morrison. De Karl Marx. De Sylvia Plath. De Agatha Christie. De Pablo Picasso. Entre todos los procesos creativos, algunos maquinales y otros más bien irregulares y supersticiosos, me interesan más que nada las rutinas de los escritores.
Cuando uno es joven, incuba una percepción casi romántica del acto de escribir. Las palabras, sin duda, deben acudir a la pluma del artista en virtud de algún ensalmo o magia inexplicable, siempre a merced de la inspiración o del capricho de los dioses. Es el mito del creador acechado por las musas, que en el imaginario clásico resultan ser un escuadrón de señoritas engalanadas con túnicas blancas que azuzan el ingenio y nos portan el don de la elocuencia. En fin, una filfa helénica infumable. Con el tiempo uno descubre que el oficio de la escritura es una lenta artesanía hecha de rutinas tan tediosas como cualquier manufactura. Consuela saber que otras personas se enfrentaron antes al vértigo del folio en blanco. A los píxeles en blanco, si se prefiere. Y reconforta descubrir que sus vidas, a veces aventuradas y vistosas, eran también una sucesión de hábitos.
De Hemingway sabemos que cultivó el hábito de escribir de pie, con la máquina encaramada sobre un atril
Ernest Hemingway trabajó como reportero y tal vez fue la experiencia periodística lo que moldeó su estilo incisivo y escueto. El periodismo, dice el escritor de Illinois, puede ayudar a los escritores jóvenes "si saben dejarlo a tiempo". De Hemingway sabemos que cultivó el hábito de escribir de pie, con la máquina encaramada sobre un atril. Cuentan que siempre comienza sus obras a lápiz, como si el grafito permitiera una provisionalidad que la tinta deniega. Todos los días, al final de su jornada de trabajo, consigna el número de palabras escritas. "Para no engañarme a mí mismo". El cómputo arroja en torno a medio millar de palabras diarias. Solo en algunas ocasiones, cuando quiere regalarse un día de pesca, Hemingway aprieta el ritmo y duplica sus registros habituales. Fue precisamente su experiencia pesquera en Cuba lo que le condujo escribir El viejo y el mar y, en última instancia, lo que le reportó el premio Nobel. En cualquier caso, para crear es preciso aislarse y restringir el teléfono y las visitas. "Uno puede escribir si los demás lo dejan solo y no lo interrumpen. O más bien, si uno es lo suficientemente descortés para que lo hagan".
Joyce Carol Oates es una escritora insaciable, siempre sumergida en rutinas de escritura tan exigentes como prolongadas. Trabaja desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde y prosigue desde las cuatro hasta las siete. A veces continúa escribiendo después de cenar, pero acostumbra a cerrar el día con alguna lectura. Oates se ha granjeado una fama de autora prolífica y grafómana, pero ella prefiere desprenderse de cualquier mérito. Confiesa que escribe sin detenerse. Es cierto que acumula un volumen notorio de páginas impresas, pero objeta que siempre la comparan con "gente que simplemente no trabaja tan duro o durante tanto tiempo". La verdad es que sus sesiones de escritura no siempre resultan tan placenteras como le gustaría. En cualquier caso, Oates apunta que escribir es un proceso de pensamiento y meditación. Camina, pasea en soledad, y es entonces cuando comienza el flujo de las ideas, cuando llaman a su mente retazos de la nueva obra que tiene entre manos.
En el documental Asleep and awake, Henry Miller nos muestra su hogar, que no es un hogar sino un museo de fotografías y piezas de arte que desatan la libre asociación de ideas. Dice Miller que escribe con despreocupación y sin concederse correcciones. Solo más tarde, cuando ya han transcurrido un par de meses y el texto se ha enfriado, se permite dar rienda suelta al inquisidor que todo artista lleva dentro. Es entonces cuando tacha y garabatea y deja su manuscrito hecho un cristo. "Como los de Balzac". Pero algunas veces las palabras le brotan como dictadas y las frases emergen cadenciosas y perfectas y las enmiendas son innecesarias. En esos momentos de excepción, Miller se convierte en el médium fortuito de una voz ajena. "Así se debería escribir siempre". Tal vez porque la ceremonia de emborronar una página en blanco no es más que el trámite final de un proceso mucho más largo que comienza de forma inconsciente en momentos de asueto. La mente, cuenta Miller, trabaja a un nivel subterráneo mientras él camina o se afeita o juega. Las ideas se incuban en silencio. Sentarse frente a la máquina de escribir es un mero acto de transcripción.
Por lo visto, Patricia Highsmith entendía la escritura más como un instinto compulsivo que como una fuente de placer. Se sentía vacía sin teclear. La única vida real, dice Highsmith, es el trabajo. Los apuntes personales de la novelista texana son ahora mismo motivo de controversia. Después de su muerte en 1995, su editora Anna von Planta encontró 56 cuadernos personales que por lo visto verán la luz en 2021. Tal vez entonces conozcamos con mayor nitidez los pormenores de sus rutinas creativas. Por ahora sabemos que Highsmith escribía durante tres o cuatro horas todas las mañanas. Que llegaba a reunir dos mil palabras si la jornada era fructífera. También tenemos noticias de su extravagante afición por los caracoles. Los cultivaba no con vocación gastronómica sino con el cariño doméstico que se dispensa a una mascota. Highsmith, misántropa orgullosa, se encariñó con una pareja de moluscos que descubrió enlazados en una pescadería y los animalillos se convirtieron en un fetiche de tranquilidad y en un motivo de sus obras.
Highsmith, misántropa orgullosa, se encariñó con una pareja de moluscos que descubrió enlazados en una pescadería y los animalillos se convirtieron en un fetiche de tranquilidad y en un motivo de sus obras
De William S. Burroughs parece que conocemos mejor su vida disoluta y sus devaneos con las drogas que su trabajo literario. Tal vez sea ese el imán más poderoso pero también el sambenito más pesado de la Generación Beat. Sin embargo, el último Burroughs desprecia la reverencia romántica hacia el adicto y entiende las drogas como un mero vehículo para quebrar la percepción de la realidad. Dice que los alucinógenos y el LSD conducen a la ansiedad. Que todo el espectro de sustancias sedantes, desde la morfina hasta el alcohol, son enemigos del proceso creativo. "La droga estrecha la conciencia. El único beneficio que obtuve como escritor me llegó después de abandonarla". Burroughs expone además que el silencio es "el más deseable de los estados". Una de sus grandes preocupaciones, de hecho, es cultivar una atmósfera tranquila que garantice la concentración y la fluidez en la escritura. "Saber que no habrá interrupciones y que tengo ocho horas es exactamente lo que quiero. Sí, el paraíso".
El último Burroughs desprecia la reverencia romántica hacia el adicto y entiende las drogas como un mero vehículo para quebrar la percepción de la realidad
Haruki Murakami es conocido por su conducta espartana, tal vez más propia de un militar que de un artista. Hubo un tiempo en que la vida sedentaria abotargó sus facultades. Que el tabaco colapsó su salud. Entonces propició un cambio en su vida y se entregó al vicio de correr. Jura que se despierta a las cuatro de la madrugada y que escribe durante seis horas sin interrupción. Después, por la tarde, nada o corre. O nada y corre. Luego lee, tal vez escucha algo de música y por fin a las nueve de la noche se acuesta con el automatismo de un robot. Es la repetición, relata el escritor japonés, lo que le sumerge en una especie de hipnosis creativa. Así es como se precipita hacia un estado profundo de la mente. En De qué hablo cuando hablo de escribir, Murakami sostiene que completar una novela es una empresa más bien torpe. "Tan solo se trata de tocar y retocar frases hasta descubrir si funcionan o no, y para hacerlo no queda más remedio que encerrarse en una habitación". Su vida social, desde luego, no parece tan venturosa como su escritura.
Aldous Huxley confiesa que escribe guiado más por la intuición que por los planes. Se entrega, eso sí, a un trabajo diario y metódico de cuatro o cinco horas. Gustave Flaubert cultiva una rutina estricta y nocturna. Los ruidos del día, al parecer, perturbaban su imaginación. Thomas Mann se encierra en su habitación a las nueve de la mañana y prohíbe el acceso de cualquier visita o llamada de teléfono e incluso de su propia familia. F. Scott Fitzgerald escribe en sesiones tan productivas que llegan a alcanzar las ocho mil palabras. Estos arrebatos creativos funcionan mejor, confiesa, para géneros como el relato breve.
El oficio de la escritura no es esa brujería fantasiosa que nos han vendido las películas. Porque la vieja y noble maestría de juntar palabras exige tiempo y soledad y silencio y rutina. Lo explica Norman Mailer en una entrevista con Steven Marcus. Escribir "no es más que una bolsa disputada de procedimientos, trucos, erudición, gimnasia formal, supersticiones simbólicas. Metodología, en resumen. Es el compendio de lo que uno ha adquirido de los demás". Escribir es una disciplina que se aprende y se enseña. Es un repertorio de técnicas y costumbres que nos sirven para construir frases y personajes y mundos. Que nos hacen pensar y reír y llorar. Es un trabajo que nos quita el sueño. Pero que nos permite soñar.
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