Me pregunto cuándo empieza el duelo. Imagino que es como el amor. Empieza a doler en el mismo momento en el que sientes que está destinado a acabar tarde o temprano. Hay quienes nos pasaremos toda la vida haciendo malabarismos sobre ese concepto del tiempo. Lo que es mucho para algunos es una nimiedad para otros y viceversa. El anuncio de que alguien se va es un imperativo que se prolonga en un tiempo que a menudo no es ni corto, ni largo, es simplemente un limbo de incertidumbre que se aprende a sobrellevar. Hay quienes lo sostienen con fe, otros con pragmatismo, pero en todos instala el mismo interrogante. ¿Cuánto quedará?
Vivir con una enfermedad terminal cerca es amanecer con un dolor que no se manifiesta hasta que te pones en pie, y entonces asumes que aquello que a priori debería curarse sigue un curso menos amable. Escribiendo esto me vienen a la mente los testimonios de quienes sufren la amputación de un brazo o una pierna, cuando experimentan la fantasmal sensación de que aún tienen ese miembro. Debe ser parecido a seguir viviendo como si no pasase nada, mientras todo sucede.
Vivir con una enfermedad terminal cerca es amanecer con un dolor que no se manifiesta hasta que te pones en pie, y entonces asumes que aquello que a priori debería curarse sigue un curso menos amable
Cuando sabes que alguien se va a ir nunca le vuelves a mirar igual. Por eso tantas canciones de amor versan sobre "si hubiera sabido que era la última vez". Es más importante invertir tiempo en hacer las cosas por última vez con quienes ya no podrán hacerlas más, que tener primeras veces. Lo primero denota que somos capaces de pensar en los demás, lo segundo que sólo queremos tener una checklist de felices tóxicos. Estaría genial que en vez de tirarte en paracaídas, pudieses merendar con tu abuela sin el móvil de por medio.
Cuando los enfermos nos dicen que no son tontos porque les decimos obviedades que no necesitan escuchar; tienen razón. Parecemos los carceleros recordando la condena, como si al condenado se le fuese a olvidar. Como si hasta que las consecuencias físicas no se hacen latentes, simular la normalidad fuese el camino o la forma de sobrevivir al dolor propio. Debe ser tan agotador estar enfermo de cáncer, que es insoportable que encima los enfermos carguen con nuestras expectativas de mejora constantes.
Yo quiero decir, que no se aprende a perder, se mejora la forma y la dignidad con la que se pierde. Sobre esto Borja Vilaseca, un hombre inteligente, diría que la muerte es un hecho neutro ; yo creo que lo es hasta que vivimos en la crónica de una muerte anunciada de alguien a quien queremos. Aquellos que hemos olido, literalmente, las alas de oncología de cualquier hospital, sabemos que las enfermedades terminales, a menudo cánceres, no tienen un rostro concreto. Se conocen cuales son los factores de riesgo, podemos hacernos pruebas genéticas que aumentan o sostienen nuestras posibilidades, pero más importante aún, podemos aceptar la realidad innegable del poco control que tenemos de formar parte de la estadística.
Recuerdo la primera vez que me encontré en una de esas salas de espera. Una mujer de ojos verdes muy marcados, tendría unos 30 años, intentaba dormir a su hija en brazos mientras que su otro vástago revoloteaba por la sala. Su marido, con la mirada perdida, se mantenía callado. Aquella sala, repleta de silencios, no era de un ambiente enérgicamente luchador como todo parece ser en redes sociales cuando se muestran los momentos álgidos de los pacientes. Lo que había era dolor, desolación, incomprensión y miedo. Porque eso es a lo que tienen derecho también los enfermos, y sus familiares, para no pasar por encima de lo único que es más importante que estar guapos en Instagram: la vida. Y lo único que deberíamos no querer evitar de la vida, que es atravesarla. Con sus miserias y sus pesares. No es pesimismo decir que lidiar con la mortalidad aún nos genera estragos complicados a los seres humanos. Por eso la dictadura de la felicidad, muy distinta a la teoría de vivir en conciencia, me produce un agotamiento curioso. Los médicos son valientes, no por poner en práctica sus habilidades y cualificación al servicio de la vida de los demás; los médicos son valientes porque deben decirle a los pacientes que tienen que bajarse del tren antes de lo previsto.
La dictadura de la felicidad, muy distinta a la teoría de vivir en conciencia, me produce un agotamiento curioso
La crónica de una muerte anunciada es el día a día de los quicios de las puertas de la sección de paliativos, los pañuelos cuando se cae el pelo y las discusiones en susurros. Es la realidad de muchas casas donde los cuidados articulan la relación entre convivientes. La crónica de una muerte anunciada es el espacio que la estadística nos regala a modo de un veneno agridulce para que saldemos cuentas, pidamos perdón, demos las gracias o simplemente aprendamos que no somos tan importantes como para que alguien a quien queremos tenga que pedir cita para vernos.
Cuando enferma un componente de la familia, enferma la familia. Se trata de una incertidumbre que se instala en la psique de todos y cuyos síntomas se reafirman día tras días. La enfermedad nos impide volver a enfadarnos como si no pasase nada, porque un día pasa todo. O deja de pasar para siempre, lo que es peor. Unos cánceres a mi alrededor más tarde, presenciando vómitos en tratamientos de quimioterapia, la radioterapia quemando por dentro, melenas que se evaporan, finales anunciándose violentos y desbordantes, sé que no he aprendido nada parecido a disfrutar de "cada pequeño instante", porque tras la muerte de otros, la vida siguió, y quizás eso, que a menudo olvidamos, es el duelo del duelo: aprender a vivir de nuevo cuando alguien querido fallece, aceptar que el mundo sigue girando y entender que asimilar la pérdida es tan duro como la ausencia.
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