Parece mentira. Trece años de treinta y cinco; prácticamente toda mi vida adulta transcurrida en Estados Unidos. Era tan joven cuando me fui que incluso podría disculparme alegando el clásico "no sabía lo que hacía", pero lo sabía perfectamente: huir de una crisis económica devastadora que, en mi franja de edad de entonces, forzaba a un 50% de la gente al paro, a otro tanto la condenaba a la precariedad más absoluta, casi como ahora. Me marché de España con el único propósito de ser independiente económicamente cuando mi madre no podía hacer el esfuerzo de mantenerme, al menos no como yo quería, en continua formación, aspirando a un futuro que ampliase las estrechas lindes de mi barrio de Badajoz. Tras ser emigrante durante más de una década y haber sufrido no sólo la bofetada del desarraigo sino también la de una vulnerabilidad social que no tiene parangón en otras naciones ricas, empaco ahora los bártulos, mis libros y algunos títulos universitarios, la experiencia de haber logrado justamente lo que me proponía, llegar a fin de mes, a costa de haber perdido lo demás: un país que me empeño en recuperar con este retorno, lo que contiene y me nutre. Pero, antes de empezar, permítame la lectora que aporte contexto, que explique desde qué coordenadas nace una mirada tan documentada como emocional y hacia dónde quiero llegar con estas palabras.
Escribo desde Philadelphia, a escasas semanas de coger el vuelo final que me llevará a casa quizás para siempre. A pocos metros de este patio, en el barrio de Kensington, se sitúa el mayor mercado nacional al aire libre de drogas, epicentro de la llamada crisis de los opiáceos que el año pasado se saldó con más de 100.000 víctimas mortales. Estos cadáveres se contabilizan como "muertes por desesperación", y representan no sólo una adicción personal sino el interés económico de las farmacéuticas que contribuyeron a ella y el exiguo estado del bienestar que no protege a quienes más lo necesitan. Philadelphia es la misma ciudad que hace unos meses batió el récord histórico en homicidios; mitad negra, alberga una de las mayores tasas de pobreza del país, aunque desde mi vecindario no se note: calles gentrificadas con una clase media de yupis a quienes poco importa el dolor de los demás. Esta historia, que extiende sus tentáculos más allá de estos entresijos urbanos, es también la mía, testigo pero protagonista, migrante a menudo discriminada pero con diplomas de Ivy League, europea pero no estrictamente blanca, privilegiada en cuanto que puedo largarme, ahora sí, sin suponer una carga para nadie.
En el barrio de Kensington se sitúa el mayor mercado nacional al aire libre de drogas, epicentro de la llamada crisis de los opiáceos que el año pasado se saldó con más de 100.000 víctimas mortales
Fue la pandemia el elemento que impulsó una decisión que llevaba tiempo fraguándose pero no me atrevía a tomar debido a un miedo que sigue manifestándose cada vez que pienso en lo mucho que escasea el trabajo en España, ése que ya busqué en otras ocasiones sin éxito; hasta que el virus puso en orden las prioridades y me abrió los ojos, por fin: aislada de mi familia y amigos, con la única compañía de una pareja que también temblaba ante los acontecimientos que se fueron desvendando, comencé a valorar un reino de solidaridad ciudadana completamente ausente a mi alrededor. Cuando la covid empezó a tomar forma, lo hizo a través de la idiosincrasia local, aquí cristalizada en el individualismo más exacerbado y un malestar que encuentra en el racismo y la desigualdad sus causas fundamentales. El asesinato de George Floyd jamás habría generado las protestas masivas y la posterior militarización de las calles de no haber sido por la pandemia, a lo que se añadió el hecho de que habitábamos en la Era Trump, tal vez en sus últimos coletazos: año electoral de mentiras y asalto al capitolio. Así, me tocó enfrentarme a una sociedad destrozada, polarizada como nunca he visto, y apartada a golpes de los pocos espacios públicos practicables, que fueron quedando desiertos a base de policía y barricadas. Todavía recuerdo las tiendas tapiadas con paneles de contrachapado que abundaban entonces, como si viviésemos en una auténtica guerra, porque en el fondo la situación no divergía tanto, aunque se disfrazara de marketing democrático.
Fue la pandemia, además, lo que me permitió, tras un año y medio encerrada, viajar a casa y pasar allí largas temporadas teletrabajando mientras conectaba con una ciudadanía vacunada, respetuosa con los dictámenes de salud pública, para quienes los vínculos afectivos seguían siendo de vital importancia. Si en algo se parece España a la vida que quiero llevar lo hace precisamente por lo que exuda de respeto y cuidado hacia el otro; si estoy a punto de volver no es tanto por afán patriótico sino por un potencial de mejora social que se posa sobre suelo fértil y, por contraste, no he conseguido encontrar en la inmensidad geográfica estadounidense. Mi optimismo no peca de ingenuidad, máxime cuando a menudo compruebo cómo la disfuncionalidad yanqui se traslada peligrosamente hacia el otro lado de Atlántico, desde la matriz ideológica de Vox hasta el programa neoliberal de Ayuso, pero queda una red comunitaria forjada por la interacción diaria, históricamente construida, y reforzada por años de educación pública de calidad que, pese a su mala traducción al mercado laboral –o precisamente por eso–, ha dado lugar a que, donde quiera que vaya, me tope con gente crítica, más o menos informada y abierta a abrazar cambios necesarios, como demuestra el fuerte arraigo del feminismo o de los movimientos ecologistas, también de las reclamaciones en materia laboral que presionan a nuestro gobierno. Para ello, ha hecho falta que muy pocos yazcan embarrados en esa desesperación normativa en Estados Unidos, aunque sólo sea porque no se ha de elegir entre pagar el alquiler o un tratamiento de quimioterapia.
Si en algo se parece España a la vida que quiero llevar lo hace precisamente por lo que exuda de respeto y cuidado hacia el otro
Podría seguir poniendo ejemplos, algunos hasta se materializan en una derecha cotidianamente amable que se agarra a la política como quien se define por su equipo de fútbol, por tradición inculcada en la cuna, pero no menosprecia a los que están fuera de su círculo. Sin minusvalorar los peligros que, a largo plazo, conlleva el voto a quien intenta arrebatártelo todo, he tratado con personas conservadoras que conocen mi trayectoria periodística –mis tendencias de izquierdas– y no han dudado en abrirme las puertas que, saben, me harán falta de par en par nada más tocar tierra. He sentido –se trataba de eso– un disenso razonado, una preocupación por el bienestar común que campa, en distintos niveles, por todo el espectro político; he experimentado una cercanía que va desde el trato en el supermercado hasta el espionaje de persianas con la intención de comprobar si es buen momento para visitas y preguntar si necesitas algo. Tal vez porque parto de un grado de atomización social despiadado, pero también porque sé hasta qué punto todo puede empeorar, mantengo la esperanza alta, en modo alerta, pero sostenida, respecto a un país donde, por encima de las disputas partidistas, está la gente, los paisanos en los bares, las asociaciones, los parques y una innumerable lista de lugares que nos obligan a convivir, libres de armas y violencia y, desde ahí sí, se forja la constatación de que hay vida que merece la pena. Eso es, a grandes rasgos, lo que pretendo recuperar y aquello por lo que no pararé de luchar cuando se encuentre amenazado.
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