Este domingo una mujer generosa, en un acto de los más generosos que se han podido ver en un medio como la televisión destinado mayoritariamente a ser espejo narcisista, se desnudó en “prime time” delante de cientos de miles de telespectadores. No como se vio obligada a hacer durante años delante de más de una decena de hombres al día en un prostíbulo de Alicante (sí, ese tipo de hombres dispuestos a “pagar por penetrar mujeres que no les desean”, tal como ella se refiere a ellos). Amelia Tiganus acudió al programa “Salvados” para mirarnos directamente a los ojos y contarnos sin apartar la mirada que vivimos en una sociedad que fabrica y vende esclavas. Y que además fue una de ellas, aunque durante demasiado tiempo no lo supo. Esta vez sí fue un desnudo consciente y voluntario, dejar al descubierto su experiencia en nombre de todas las que no pueden hacerlo.
Todo comenzó cuando tenía 13 años, una tarde en la que al salir del colegio un grupo de hombres la abordó de camino a casa para violarla. Parecería que eso es lo peor que le puede pasar a una niña de su edad, pero lo peor estaba por llegar. Su familia la culpabilizó y su círculo social le hizo creer que algo en ella estaba mal y que por eso había acabado violada. “No vales para buena mujer”, le dijeron. Durante el resto de su adolescencia, cuatro años seguidos, siguió sufriendo violencia física y sexual por parte de hombres de su entorno. Como no tenía forma de escapar de esa espiral de abusos aceptó la solución que le propusieron, dejaría de ser violada si se dejaba violar por dinero. Ya no serían agresiones, sería su trabajo y medio de vida.
En Rumanía, su país de origen, los proxenetas que la captaron la vendieron por 300 euros a otro proxeneta español. Suena horrible, pero ella lo vivió como algo positivo. Estaba convencida de que toda la responsabilidad era de ella y que era su elección. “Creía de verdad que estaba cumpliendo mi sueño. Dentro del trauma me ilusionaba tener el control de los abusos”, rememoraba Amelia. Justamente le habían hecho creer que había nacido víctima, que era defectuosa en sí misma, y eso no le gustaba, así que esta era su oportunidad de pasar de objeto pasivo a ser sujeto activo. A pesar de asistir a su propia compra - venta no se identificaba como víctima de esclavitud, creía de verdad que había negociado ella misma un trato que le resultaría favorable.
Nadie quiere considerarse a sí misma como una víctima. El ser humano tiende a resistirse a ello. Cuando sufrimos graves traumas nuestra mente recurre a diversos mecanismos de autoengaño, por así decirlo, para evadirse de la realidad, porque la consciencia de sabernos víctimas es demasiado dolorosa. A menudo insoportable. La ilusión de estar al mando en cierto modo o en un mundo paralelo en el que no estamos siendo dañados es cuestión de pura supervivencia. “Me siento muy orgullosa de no haberme suicidado”, dice hoy Amelia, por si queda alguna duda.
Sin embargo, en una sociedad capitalista como la nuestra, fiel creyente en el mito del hombre hecho a sí mismo y en la fantasía de la meritocracia, se plantea la condición de víctima como una postura cómoda e infantil, casi de niño malcriado por adultos que se encargan de proveerle y mimarle. En el imaginario liberal, si una mujer acaba en las garras de una mafia será porque no estaba lo suficientemente instruida como para no dejarse engañar, no se esforzó lo suficiente para encontrar otra “salida laboral” o carecía del talento necesario para tener una carrera profesional de verdad. Una víctima no es solo un sustantivo que describa las circunstancias de una persona afectada por una desgracia o una injusticia, en nuestra cultura es un adjetivo descalificativo, se utiliza de forma peyorativa, es casi un insulto. Cuando impera la ley del más fuerte, la vulnerabilidad no está permitida, es la mayor de las deshonras. En el culto a la libre elección, no hay peor golpe que descubrir que no has elegido tu destino, que aunque quieras, muchas veces no puedes porque las condiciones materiales no te lo permiten, o al revés, que lo que has conseguido no ha sido un mérito o fruto de tu esfuerzo, sino de una posición ventajosa de partida. Ser una víctima es lo contrario al triunfo, la madre de todos los fracasos.
Es la acusación de victimismo la primera que recibe cualquier movimiento político que cuestione el actual statu quo, en aras de justificar la desigualdad imperante. El ejemplo más claro es la visión que el liberalismo económico traslada de toda oposición de corte socialista o anticapitalista: consiste a grandes rasgos en la pataleta de una panda de vagos carentes de habilidades realmente valiosas contra la élite talentosa y creadora de verdadero valor. Por lo que se dedican a quejarse como criaturas a “papá Estado” para que pague sus caprichos con el dinero que el todopoderoso mercado genera gracias a las fantásticas ideas de negocio de dicha élite de superhombres. ¿Lucha de clases? ¿Revolución? Qué va, plañideras haciéndose las víctimas.
No es de extrañar que en plena efervescencia movilizadora y de contestación de las mujeres a los usos y costumbres patriarcales de los que el capitalismo se ha apropiado, el feminismo sea tildado de lo mismo: señoras que van de víctimas porque no saben valerse por sí mismas, y que por lo tanto persiguen desesperadas la subvención estatal que les permita subsistir cómodamente. No es un discurso original, pero hay que reconocer que sí es efectivo en un mundo que encumbra una autosuficiencia imposible con el fin de soltar el lastre de toda vida humana de la que no se pueda obtener rentabilidad. Exigir igualdad de derechos y justicia social equivale así a pedir limosna y, por consiguiente, genera rechazo.
Resulta cuando menos curioso que se perciba la condición de víctima como sinónimo de pasividad cuando las primeras víctimas mortales, suelen ser siempre quienes han opuesto algún tipo de resistencia al orden establecido, como las mujeres quemadas por brujas en la Edad Media o los disidentes asesinados de cualquier dictadura. Por eso el historiador Paco Erice, destacado estudioso de la represión franquista, prefiere hablar de combatientes en lugar de víctimas del franquismo. Los guerrilleros antifranquistas no eran precisamente pasivos, no encajan en esa idea predominante de víctima resignada, eran resistencia activa.
Ahí está la clave de todo: la víctima y el combatiente son las dos caras de la misma moneda. Eso que se empeñan en llamar “hacerse la víctima” es la conciencia de estar sufriendo las consecuencias de un orden social injusto, y por lo tanto, el primer paso para rebelarse contra él. Si nos reconocemos como víctimas, si descubrimos que existe una jerarquía en la que ocupamos el lugar de oprimidas, podemos luchar contra ella. Nombrarse víctima genera así una distinción, evidencia una pertenencia a un grupo fuera de la mera desgracia o destino individual, desde la que es posible reconocerse y dignificarse. Es la primera chispa de la organización colectiva contra aquello que nos victimiza.
Así empezó la lucha de Amelia contra el sistema prostitucional que no sabía que existía hasta que se identificó como víctima de trata, cuando empezó a leer sobre feminismo y protocolos contra el tráfico de mujeres y niñas. Ese discurso interesado que asocia el distinguirse como víctima a la parálisis no se sostiene cuando baja a la realidad más funesta: ella estaba paralizada y anestesiada por no tener ni idea de que era una víctima de trata, por serlo y no saberlo. Su vida consistía tal como ella relata en un limbo. Era hacer fila y esperar su turno para todo dentro de las cuatro paredes del prostíbulo, al que elocuentemente se refiere como “campo de concentración”: para el cambio de sábanas, para comer, para entrar a la habitación con cada “cliente”. Fue la aceptación de su situación como normal, como una consecuencia lógica de sus actos, la que la mantuvo años en una posición paciente, de víctima.
Hoy en día Amelia Tiganus no puede ser más consciente de que ha sido víctima, y de que las cicatrices emocionales y físicas de todo ese brutal sufrimiento la acompañarán toda su vida. Sin embargo, lejos de ser una carga, un freno que le impida avanzar, esas marcas funcionan como una suerte de tatuajes carcelarios, de heridas de guerra que le recuerdan su fortaleza, toda la atrocidad que ha sido capaz de superar. Basta con atreverse a mirarla a los ojos, como ella pide, para saber que está muy lejos de estar paralizada, que es todo vivacidad y ganas de plantar cara a todo el entramado que se sirve de las mujeres hasta quebrarlas y reemplazarlas por otras. Amelia es una víctima, sí, en el sentido de haber sido perjudicada por un estado injusto de las cosas, por un orden social que se divide entre explotadores y explotadas, en el que se sigue utilizando la violencia sexual como instrumento de poder y dominación de millones de mujeres.
Pero es mucho más que eso, es una superviviente y además una combatiente contra ese sistema prostitucional. No es casualidad que se declare feminista. “El feminismo me salvó, me dio las herramientas necesarias para montar el puzle de mi vida, gracias a él entendí que todo lo que había hecho no era mi culpa”. Y fue al comprender que los responsables eran otros cuando pudo identificarlos, señalarlos y darse cuenta de que eran muchos y que estaban organizados; y así fue también como decidió organizarse con otras muchas como ella para combatirlos. Es la culpa, ese invento judeocristiano, la que de verdad paraliza. Liberarse de ella y saber que no existe es el camino para exigir reparación y justicia, que no venganza. Por eso cuando a Amelia le preguntan qué diría si pudiera al resto de mujeres que están ahora pasando por lo que ella pasó no duda un segundo: “No es tu culpa”. Porque aunque insistan en vestir esa frase de paternalismo infantilizador, estamos ante un auténtico revulsivo emancipador.
Han errado el tiro con la idea peyorativa de víctima con la que siempre han pretendido neutralizar la conciencia de clase y ahora pretenden igualmente con la conciencia feminista, porque se ha convertido en un eje vertebrador de organización colectiva y motor de cambio. Esas víctimas son ya sujeto político, y como tal, potencial actor de transformación social. Es exactamente porque las mujeres no nacemos víctimas, ni más débiles ni frágiles que los hombres (de eso va en esencia el feminismo), que no aceptamos serlo. Las feministas no nos resignamos a ser víctimas del patriarcado, tanto es así que pretendemos ser su verdugo. Nos gusta tan poco el victimismo que hemos adquirido el firme compromiso de trabajar para que no haya ninguna víctima más. La próxima (y definitiva) víctima será el sistema patriarcal.
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