Del "yo sí te creo, Rocío" al "son códigos de honor de tu cultura" en unos pocos meses. El veneno que esconde la distancia entre las dos caras de Carlota Corredera al tratar el caso de Rocío Carrasco y el de Saray Montoya.
Durante semanas, Carlota ha abierto la docuserie ‘Rocío: contar la verdad para seguir viva’ con un análisis feminista bien estructurado, llamando negacionistas a quienes negaban la violencia de género -incluidos otros programas de Mediaset- y cuidando bien el lenguaje para que la idea floreciera en todos los rincones. Entre los tertulianos contaba con diversos especialistas, que desde su formación aportaban las claves para un mejor periodismo, un mejor sistema judicial y un mejor enfoque público al tender la mano a una mujer maltratada.
De esta forma se reconocía el trato nefasto por parte de la familia de Rocío Carrasco como parte de la violencia, así como el de los medios de comunicación, educando a los espectadores en que no solamente se da por parte de una pareja.
¡Qué necesario! Muchísimas mujeres comenzaron a denunciar al verse reflejadas. Las cifras lo demuestran. Otras mujeres vimos una nueva luz echando raíces, un cambio a mejor en el entendimiento colectivo. La Ministra de Igualdad entró en directo a agradecer la labor de Carlota y la del propio testimonio.
El pasado 2 de junio concluyó la docuserie con la promesa de una estela de compresión a las víctimas de maltrato, y 8 días después fue detenido Diego el Cigala por violencia de género contra Kina Méndez. El foco se puso sobre el hecho de que él es gitano, como si fuese algo insólito que no ocurre con el resto de hombres. La luz de Rocío perdió fuerza, como el reflejo de la Luna en el mar si le lanzásemos piedras.
Nadie dijo que Antonio David Flores maltratase a Rocío por ser malagueño, cristiano o pobre: sabemos que la maltrató porque es un machista. Pero en el caso de Kina se desamparó a la víctima, que es gitana también, y se colocó un manto negro sobre el maltrato para dar paso al simple racismo.
Igual que un rayo que parte la tierra más firme, dos meses después le ocurrió a Saray Montoya: la familia de su marido las apuñaló a ella, a su madre y a su hija Naiara tras darles una paliza.
Saray contó que la intención era hacerle daño a su marido a través de matarlas a ellas, y aquí nadie dijo "yo sí te creo, Saray".
Aquí nadie aplicó ese dogma de creemos lo que cuente la mujer sobre el maltrato hasta que se demuestre lo contrario, porque es mejor creer a una mentirosa que dar la espalda a una mujer maltratada.
Saray mostró vídeos de la entrada de su casa llena de sangre, de sus heridas, de las de su madre. Pero nadie la miró desde ese feminismo que lee a Beauvoir y a Despentes, que sale el 8 de marzo con carteles pintados a mano y que cree al resto de mujeres, aporten pruebas o no. Las mujeres gitanas no cabemos en ese feminismo. Jamás hemos cabido. Por eso Carlota no le dijo a Saray que sí la cree, sino que no comparte los "códigos de honor" de su etnia que han llevado a que esto ocurra.
Suponemos, entonces, que la cultura de Saray es desear que se lleven a su marido a otro lugar y entren a asesinarla.
El atlas de aportaciones de la cultura gitana a este país nos llevaría -si hiciéramos por conocerla- desde el imaginario flamenco hasta palabras del caló asumidas por el castellano, como molar, camelar, gachó, currar o duquelas. A figuras como la de Helios Gómez, pintor y poeta antifranquista. Al Sacromonte. A la hija de Saray Montoya, Negra, retratando la historia gitana en su música (‘Mi origen’). A la exposición de Ceija Stojka en el Museo Reina Sofía. Al archivo de oficios artesanales característicos de Andalucía. A tantas cosas enriquecedoras que es absurdo usarla como causa del intento de asesinato a una mujer que forma parte de la misma.
Nombrar ciertos casos como violencia machista y los de las mujeres gitanas como "códigos de su cultura" no tiene nada que ver con el feminismo que necesitamos
Estamos acostumbrados (por desgracia) a tragar cada año con más y más noticias sobre mujeres asesinadas, golpeadas o violadas por hombres de todos los países, religiones, culturas, edades y clases sociales. A veces es la pareja de la víctima. Otras, un familiar, un acosador rechazado o un desconocido fortuito.
Nombrar ciertos casos como violencia machista y los de las mujeres gitanas como "códigos de su cultura" no tiene nada que ver con el feminismo que necesitamos, sino con el de Virginia Woolf reclamando su habitación propia mientras una mujer le cocinaba y otra le limpiaba la casa.
Tampoco es feminista borrar la condición humana de la víctima: al conocerse el caso de Saray, el campo semántico característico para referirse al pueblo gitano se desencadenó, como Prometeo, en cada medio de comunicación.
Saray no tenía familia, sino clan. No fue atacada, sino que hubo una reyerta. No fue violencia machista, sino un ajuste de cuentas. No debía salir a denunciarlo, porque son sus tradiciones. Saray era una imagen mística del Romancero Gitano, como el Amargo o el Camborio, no una mujer a la que habían intentado asesinar cuatro hombres, entre los que estaban su cuñado y su suegro.
Con el trato a Saray, arrancaron de raíz la luz que había sembrado Rocío.
La luz que en realidad nunca ha alumbrado a las mujeres gitanas, sino que ha parpadeado como una estrellita chiquitita y lejana en mitad del cielo oscuro.
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