Tras más de un mes dirigiendo la mirada a todos los recovecos de la “nueva normalidad”, como un recién nacido que va descubriendo su propio cuerpo, ya se puede esbozar con suficiente exactitud su apariencia. Nos encontramos -de nuevo, y van…- en la casilla de salida de un tablero cuya meta es la consecución de un Estado del bienestar aceptable. Aquí, todo son problemas, puesto que existe un desequilibrio malsano entre la dimensión de las necesidades de la mayoría y el reparto de los bienes destinados a satisfacerlas. El camino escogido para avanzar es uno muy similar al que se decidió tomar hace poco más de una década con funestos resultados: recortar costes de unos caprichos que, tan solo unos meses atrás, eran concebidos como imprescindibles para la vida. En lugar de una paella en la costa y una siesta bajo el aire acondicionado del hotel, barbacoa en la casa del pueblo y sobremesa ligera antes de volver a la ciudad, que mañana toca currar.
En los medios, actualizaciones constantes de las desastrosas predicciones por parte de diversas organizaciones reconocidas: el PIB español se hundirá hasta niveles históricos en los próximos meses; y amargas quejas procedentes del empresariado, incesante en sus súplicas amplificadas por todos los canales habidos y por haber de la comunicación tradicional de masas. Esa sensación de peligro inminente activa en los hogares una serie de mecanismos que incitan a la acumulación de bienes y, normalmente, dicho sentimiento se torna en pánico al comprobar la llamativa escasez de vituallas. «¿Y para esto llevo diez años levantándome a las seis de la mañana?».
El desasosiego que produce la ausencia de recursos ante lo que se dibuja como una crisis de proporciones bíblicas es monstruoso. Lo siguiente es el miedo innato a no poder comer, a perder el hogar, el sustento; seguido por la rabia triste de quien es consciente de que debe abandonar la ilusión de su proyecto vital para agarrarse, en su lugar, a cualquier oportunidad que se presente, aunque ello conlleve una infelicidad crónica. No es necesario un vasto conocimiento en psicología para comprender la insostenibilidad de una mayoría social en esta situación, así que hay que hablar del elemento clave a la hora de equilibrar la balanza del hartazgo ciudadano: disfrazar la reducción vertiginosa de la dignidad humana de lucha épica contra la crisis.
El revoltijo de pena, terror e incertidumbre queda sepultado cuando a nosotras, las perdedoras, se nos viste de heroínas y se nos encomienda la ardua tarea de encabezar con nuestro sacrificio una contienda de la que se hablará en los libros de Historia. Cuando el placebo de la “batalla” construye un propósito más urgente (¡!) que lograr una vida que merezca ser vivida, de la misma forma en que el capitalismo utiliza el consumo obsesivo como la zanahoria que perseguimos, incansables, sin darnos cuenta de que nunca lograremos hincarle el diente. Porque solo existe en nuestras mentes.
En ese momento, un gran empresario puede lanzarse a advertir que “este año las vacaciones debe tomarlas el que pueda y cuando pueda”, porque “las cosas no están para bromas”, sin que nadie le exija que rectifique. Y es que tener en la palma de la mano la capacidad de salvar todo un país bien merece perder el derecho al descanso.
Definir la vida como un premio que nos ofrecen aquellos que, quién sabe por qué, sí merecen vivir, permite que el saqueo de los derechos más fundamentales sea presentado como un sacrificio imprescindible en pos de la recuperación
Llamar “broma” a las vacaciones supone ridiculizar la pequeña bocanada de dignidad que aleja con esfuerzo la rendición ante lo que es ya una derrota crítica, sistémica. Una rendición que, no lo olvidemos nunca, haría desplomarse los cimientos mismos sobre los que reposan las más altas estructuras de poder, ocultas más allá de las nubes de lo democrático y regentadas por una élite cuya doctrina neoliberal pretende convertir en capricho la necesidad de, simplemente, disfrutar durante unos cuantos días del privilegio en el que se ha convertido vivir, intentando apartar al máximo la preocupación por la pura supervivencia, frágil y amenazada desde todos sus flancos.
Definir la vida como un premio que nos ofrecen aquellos que, quién sabe por qué, sí merecen vivir, permite que el saqueo de los derechos más fundamentales de los y las cualquiera sea presentado como un sacrificio imprescindible en pos de la recuperación.
- La ceguera del homo obreris
Quizá el quid de la cuestión esté en la existencia de dos especies de ser humano: una, nacida para expoliar, sin más cualidades que el hurto y la creación de un discurso de autojustificación tan superfluo que es aprendido sin un ápice de esfuerzo intelectual; la otra, sometida a un proceso de domesticación tan potente que ha terminado modificando su más profunda conducta. Esta vive por y para el aplauso de los primeros, que saben de su poder y lo reservan solo para momentos críticos en los que el esfuerzo de la especie subordinada ha traspasado todos los límites de lo aceptable. Sin importar el nivel de extenuación alcanzado, cualquier muestra de reconocimiento logra restablecer el contador de la servidumbre.
Para alcanzar este estadio de la e(in)volución es indispensable mantener un ritmo constante de bombardeo propagandístico que alimente el letargo de quienes nacen sin apellidos compuestos. La construcción de una sociedad sustentada con exclusividad en el consumo individualizado, como sustitutivo de la vida comunitaria, es condición suficiente en épocas de estabilidad; no obstante, la rotunda incompatibilidad del modelo impuesto con la misma vida en el planeta se traduce en crisis constantes y cíclicas, cuya aparición obliga a los baluartes del capitalismo a hacer gala de su arsenal discursivo. En este caso, dada la crudeza del varapalo recibido por la economía española durante la crisis del coronavirus, entró en escena uno de los nombres más reconocibles del plantel (Ana Botín) empuñando un argumento de una sencillez rayana en lo ridículo que, merced al modelaje mental del homo obreris, provoca miedo en lugar de una sonora carcajada: “Solo apoyando al empresario y a las empresas es posible todo lo demás”, porque todo el mundo sabe que las empresas funcionan únicamente con inyecciones de capital, no con personas. ¿Verdad, Ana?
Cuando una compañía obtiene unos beneficios insólitos, nadie exige que el empresario los reparta con los trabajadores, puesto que es él quien ha arriesgado su patrimonio; y si lo hace quedará beatificado como un auténtico salvador de la patria, eximido de responsabilidad moral -e incluso penal- por cualquier ilegalidad laboral o económica para toda su vida. Sin embargo, en momentos de pérdidas, ese ánimo emprendedor se esfuma, dando lugar a una posición absolutamente opuesta: la infantilización de las élites económicas, convertidas en un sujeto indefenso que necesita de la protección estatal. Entonces la clase trabajadora debe contentarse con reducir sus ingresos y sus derechos notablemente -en el mejor de los casos- para evitar que el impacto de la recesión recaiga sobre aquel espíritu intrépido en la bonanza y pusilánime cuando se trata de enfrentar vicisitudes.
Y así, los miserables continúan sacrificando su miseria en favor de una serie de fortunas cuyo crecimiento no cesa, aun habiendo superado por mucho -y hace mucho tiempo- el nivel de lo absurdo.
Si has experimentado una sensación molesta, casi ofensiva, al leer esto: enhorabuena, reconocerte en la ridiculización de los y las oprimidas es un claro indicio de conciencia de clase, nuestra arma secreta invencible. Si, por el contrario, lo escrito te ha parecido un relato lejano, existen dos posibilidades: que formes parte de quienes subyugan a sus iguales con el único objetivo de seguir acumulando riqueza, o que los cantos de sirena neoliberales te impidan ver la realidad. Tu realidad. En ambos casos, tu existencia aporta solidez a las ideas previamente expuestas.
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