La filósofa Ana de Miguel ha publicado recientemente un libro que lleva por título Ética para Celia, donde hace referencia a una frase de Wittgenstein: “Si quieres tirar una escalera para deshacerte de ella, antes es preciso haberla subido hasta arriba”. En esta ocasión la escalera que nos invita a subir la filósofa feminista es la escalera de la ontología patriarcal. La ontología, escribe Ana de Miguel, “se despega de lo biológico para comprender cómo el ser humano se convierte en un ser simbólico que vive entre la cultura y la memoria”. En estos peldaños observamos cómo desde el mito hasta el logos y con la aparición de la filosofía, las mujeres eran consideradas seres sin valor, que podían ser violadas y despreciadas, no reconocidas y apartadas de todo el nuevo pensamiento que se iba construyendo, puesto que al parecer estos filósofos contradecían las palabras de Hannah Arendt acerca de que “todo ser humano tiene la capacidad de pensar filosóficamente”. Y de hecho ellas lo hacían, las mujeres filósofas, que las había, aunque el androcentrismo también imperase en esta parte de la historia.
Los filósofos no se preguntaron qué pasaba con las mujeres. Todas esas primeras reflexiones sobre el arjé, sobre el mundo, sobre la existencia de Dios y la propia existencia y ni una pregunta centrada en la otra mitad de la humanidad. Esto es, apunta Ana de Miguel que lo cuestionaron todo menos el orden patriarcal y que además construían discursos donde explicaban racionalmente que las mujeres eran inferiores.
No pretendo hacer una reseña del libro, pero sí tomarlo de inspiración para centrarnos en la ética, ya que como feministas es imprescindible mantener la visión ética en cada asunto que nos ocupe; decía Amelia Valcárcel que el feminismo es una rebelión éticamente guiada. No obstante, en esta ocasión voy a tener en cuenta también la estética ya que el tema concreto de estas líneas va a versar sobre el arte, y aquí se trata de encontrar, como mantiene la filósofa, el arte más excelente, que sería aquel que menos materia tiene, donde podemos hallar más sublimidad y que nos hará tocar la eternidad en palabras de Schopenhauer: La música.
Para el análisis de la ética y la estética tomaré de referencia unas ponencias organizadas por la Cátedra Alfonso Reyes e impartidas por Amelia Valcárcel bajo el título Ética y Estética: confrontaciones y coincidencias.
La ética tiene que ver con lo que está bien y la estética con la idea de lo bello, señala Valcárcel. Entonces la cuestión podría estar en ver dónde nos situamos y qué sacrificamos. Está claro que la música nos conmueve a pesar de que la persona que la crea se sitúe en la estética; la finalidad es proporcionar el gozo, aumentar nuestro bienestar y alcanzar lo inconmensurable. Recuperando a Valcárcel, que trae a Spinoza, “somos conatus”: Tenemos deseo de vivir, de existir. Así, el ser consiste en querer mantenerse siendo y para ello hay que hacer que aumente la potencia del ser.
Y si nos mantenemos en la ética, no podemos quedarnos con el deleite de un piano, una sinfonía, una voz… Porque sería difícil renunciar a aquello que nos preocupa. No se trata de rendirnos al arte sin más, algo que por otra parte tampoco es tan sencillo, diría Valcárcel; es decir, según conversa la filósofa “la estética permite hacer cosas que la ética no permite, pero luego la estética influye en la ética porque desata todos los sentimientos”. Aunque al final por mucho que aprendamos a disfrutar de aquello tan sublime tenemos el compromiso moral de seguir con la mirada atenta a lo que ocurre.
En este punto encontramos a un tenor, Plácido Domingo, que ha reconocido públicamente que acosó sexualmente a un total de veinte mujeres; fue hace mucho tiempo, ha prescrito y creemos a esas mujeres porque él confesó que lo hizo, aunque matizó, “los valores de hoy son muy distintos de cómo eran en el pasado”. Fue en un pasado cercano, 2019, cuando la Agencia Associated Press publica los testimonios de nueve mujeres acusando al cantante.
¿Y cuál es la respuesta a este acto reprobable desde la ética?
No hay ética cuando se deja la ética a un lado y se pasa a galardonar a un acosador sexual confeso. Así se suceden varios premios: En agosto de 2020 se hace una distinción en Salzburgo (Austria) con el Premio “al conjunto de su influyente y excepcional carrera” en la ceremonia de los premios austríacos de Teatro Musical; en agosto de 2021 se otorga el Bellini d’Oro en el Teatro Griego de Taormina (Sicilia); en septiembre de 2021 la Asociación Española de Corresponsales de Prensa Extranjera (ACPE) da el Premio Cultura por su trayectoria profesional. Y si repasamos la prensa tras las últimas actuaciones éstos son algunos de los titulares: “Plácido Domingo ofrece un concierto en Marbella y, pese a la polémica, se agotan las entradas más caras” (RTVE); “El festival de Mérida mantiene el concierto de Plácido Domingo tras el rechazo de la Junta” (Heraldo). Y unas declaraciones de la presidenta y fundadora del Festival Starlite, Sandra García-Sanjuán: “Nosotros valoramos la calidad musical de los artistas”.
Vamos a retroceder un poco en el tiempo y recuperemos el arte del cine para hacer un flashback, con la diferencia de que lo que se va a mostrar no es ficción sino la lucha por nuestra credibilidad usando un recurso muy actual: #YoTambién #Metoo #YosíTeCreo
En Octubre de 2017 periodistas de dos periódicos, The New York Times y The New York Yorker, destaparon las acusaciones hacia el productor de cine Harvey Weinstein por acoso sexual, abuso sexual y violaciones. Poco después se inicia en redes el movimiento MeToo tras el tuit de la actriz Alyssa Milano donde denunciaba el acoso sexual e instaba a las mujeres que también habían sido víctimas para que denunciasen bajo ese “Yo también”. Esto supone el comienzo de una oleada de denuncias que se extienden a directores, actores y cantantes acusados de hacer uso de su posición de poder, tales como Garrison Keillor, locutor y escritor; Matt Lauer, presentador de la cadena NBC; Nick Carter, cantante de los Backstreet Boys; el periodista Charlie Rose; John Lasseter, cofundador de Pixar; los actores Sylvester Stallone, Jeffrey Tambor, Dustin Hoffman; Brett Ratner, cineasta y productor, o Chris Savino, guionista de series infantiles, entre otros.
Esta acción colectiva en las redes coloca sobre la mesa el lema del feminismo radical “lo personal es político” puesto que no se trata de un hecho aislado que le ocurre a una mujer concreta, sino que responde a una estructura llamada patriarcado donde las experiencias de las mujeres son comunes y requieren de una solución llevada a cabo por una agenda política asumida por el Estado. Como reflexiona Carol Hanisch, autora del ensayo Lo personal es político: “Una de las primeras cosas que descubrimos es que los problemas personales son problemas políticos. No hay soluciones personales por el momento. Sólo hay acción colectiva para una solución colectiva”.
La organización de las mujeres tiene su origen en los grupos de autoconciencia donde esas mujeres compartían lo que les pasaba, y se daban cuenta de que las historias eran parecidas, que su narración era común; empezaron a narrar y a encontrar palabras a eso que contaban y que no sabían nombrar. Escribe Catharine MacKinnon en su libro Hacia una teoría feminista del Estado: “La búsqueda de la conciencia se convierte en una forma de práctica política. La creación de la conciencia es el proceso a través del cual el análisis feminista radical contemporáneo de la situación de las mujeres toma forma y se comparte”. Es tal el poder de la conciencia, de compartir espacios con nuestras experiencias, que fue en unas de esas sesiones organizadas por la periodista Lin Farley donde surgió el concepto “acoso sexual”. Y esa conceptualización nos lleva a una aportación clave de la filósofa Celia Amorós, “conceptualizar es politizar”.
Hemos pasado a las categorías, a identificar las causas estructurales para dejar de decir que lo hemos provocado nosotras; nos vemos como grupo con problemas comunes bajo el dominio de los hombres como grupo también en la jerarquía sexual y nos hemos organizado para que el propio Estado considere la violación un crimen. Y aun así falta mucho, falta algo imprescindible en la ética, el necesario “¡Ponte en el lugar de las mujeres!”, como plasma en un epígrafe Ana de Miguel donde escribe: “A las mujeres, Celia, se nos ha negado el principio de individualidad y se nos ha convertido en ‘las idénticas’, en expresión de mi admirada Celia Amorós. En las ‘heterodesignadas’, en palabras de la gran Amelia Valcárcel. Esta rebaja ontológica y epistémica ha tenido, como bien sabes, un fin, porque en la filosofía todo tiene un fin. Bueno, pues hasta aquí hemos llegado, como habéis dicho vosotras mismas”. Hasta aquí hemos llegado tal como ha demostrado el Movimiento Feminista, con hechos y palabras, para exigir el reconocimiento y combatir esa rebaja ontológica que nos trata de manera inferior, y acabar con la doble verdad que recorre el análisis de Ética para Celia, donde se desvela la importancia de lo masculino y la insignificancia de lo etiquetado como femenino. Es tal la ignominia cometida que las mujeres no tenemos credibilidad cuando somos víctimas y los perpetradores del daño quedan impunes.
Amelia Valcárcel recoge que la ética es sobre todo carácter y en función de ese carácter obramos. La conciencia nos llama la atención en aquello que no queremos ver. Y hay un principio moral ofrecido por Schopenhauer para vivir en este mundo: “Neminem laede”, no hieras a nadie. “En la parte del dolor que tú pudieras proporcionar al otro, sea el que fuere el otro, evítalo siempre”.
Llegamos al final y nos interesamos por la conciliación entre ética y estética. Valcárcel pregunta, ¿en qué consiste una educación moral? “En que sea a la vez ética y estética. ¿Por qué calificamos como bellas a las buenas acciones? No nos limitamos a decir "estuvo bien lo que hizo" sino que decimos "qué hermoso fue lo que hizo". Cogemos un calificativo estético y se lo aplicamos a la ética y a veces ante una cosa estéticamente perfecta decimos, qué buena es”.
Tengamos presente que la ética es el faro, es la conciencia que debe alumbrar siempre a las notas que nos hacen estremecer porque para tocar la eternidad también es necesario que la potencia del ser no se agote y para ello necesitamos poner en práctica el “neminem laede”. Y, sobre todo, porque estamos en este mundo terrenal donde no hay ética si no nos ponemos en el lugar del otro, y de la otra. Si no reconocemos a las mujeres como iguales y si aplaudimos una carrera musical que brilla a pesar de la oscuridad que ha dejado en el camino.
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