*Premio Leopoldo de Luis de Relato Corto.
"Estos días azules y este sol de la infancia..." Antonio Machado.
Esta es la historia que le confié a Corominas, el relato senil de un superviviente cuyo único mérito consiste en haber sobrevivido. Han transcurrido setenta y cinco años, tres cuartos de siglo precipitados por el desagüe de la amnesia y aún respiro. Fue el propio Corominas quien rastreó mi nombre en archivos y entrevistas hasta descubrirme convaleciente de una neumonía sobre la cama alquilada de un hospital. Repicó la puerta con los nudillos, se presentó en una reverencia impropia de su juventud y enumeró fugazmente sus méritos literarios. Después me tendió una fotografía. Alguien había capturado el gesto inerte de cinco niños apretados contra un tendido de alambres de espino, sus trazas de ancianos prematuros, sus miradas devastadas por la fatiga y el miedo. Reconocí mi rostro imberbe inmortalizado en sepia y la estampa se desprendió de mis manos.
Al principio, la guerra nos pareció una fiesta. Las calles de Barcelona se alborotaron de himnos y banderas, y las paredes florecían en murales de colores y voceaban siglas y consignas. Recuerdo bandadas de milicianos engalanados de harapos y despachados hacia el frente en vagones de madera. Recuerdo la pirotecnia intempestiva de los ataques aéreos y las pirámides de escombros amontonados sobre la Diagonal. Teresa y yo paseábamos nuestra infancia entre las ruinas y jugábamos a los soldados. Antes de librar batalla, volábamos una moneda de hierro a cara o cruz en un azar que siempre adjudicaba a Teresa el derecho a la victoria, de manera que ella improvisaba una trinchera de cascotes y yo caía derribado al impacto de un disparo tan eficaz como ficticio, ella aventaba sus tropas hacia la conquista y yo negociaba las condiciones de mi rendición y mi presidio.
Por entonces, mi madre distraía el pánico y el hambre al calor de la radio. Aquel aparato hecho de escándalo comenzó a confundir nuestras vidas, y tan pronto decretaba el optimismo como accedía a la humillación de la retirada. Un día la radio proclamó la caída de Tarragona y mi madre empaquetó un precario equipaje de ropa y comida y nos echamos a la calle. Vi una jauría de niños saqueando viandas en las tiendas abandonadas. Vi a un hombre sin brazos remolcando un baúl y una manta. Vi a un recién nacido masticando el pecho exhausto de una mujer enfilada hacia el exilio. Éramos el último despojo de la ciudad y formábamos una serpiente interminable condenada a reptar hacia los Pirineos en la urgencia migratoria de la derrota. Se vació sobre la procesión una lluvia triste y desmigada que nadie había reclamado. No pude despedirme de Teresa.
Durante los días que duró la caravana, aprendí a dormir al raso y a beber en los charcos. Las camionetas desfilaban en populoso convoy con lentitud de nube y envolvían el aire de un humo cálido y tóxico. De vez en cuando alguien claudicaba a la tuberculosis o a la difteria y se dejaba morir a solas en una cuneta, porque a falta de asistencia médica no era posible otra intervención que apartar piadosamente la mirada y continuar la marcha. Así fuimos almacenando kilómetros y espantos hasta que por fin franqueamos la frontera francesa. Mi madre untó un dedo en saliva y me atusó el pelo ante el retén de gendarmes, como si la pulcritud fuera un requisito de admisión ante las nuevas autoridades. Ni siquiera sospechábamos que muy cerca de allí nos aguardaba una bienvenida de miseria y cautiverio.
Ante la inminencia de nuestra llegada, la playa de Argelès-sur-Mer se había transformado en una jaula de alambradas custodiadas por militares. Flotaba un denso olor a pescado antiguo. Los nuevos huéspedes se hacinaban sobre la arena como una desolada mercancía o deambulaban entre el gentío tal vez buscando a un hermano extraviado, o intercambiando víveres, o arrancándose unos a otros los parásitos. Algunos improvisaron unas tiendas de campaña con palos y mantas mientras otros, la mayoría, horadábamos el suelo a modo de cobijo y tiritábamos de intemperie. No había más agua que la del mar, y con una frecuencia insuficiente nos disputábamos a cara de perro los mendrugos caritativos de los camiones de reparto y un café crujiente que consolaba el estómago y lustraba el intestino. Con suerte mi madre rescataba una lata de sardinas entre los requiebros de los gendarmes o afanaba cigarrillos que después intercambiaba por pan o por un periódico viejo o por unas cuartillas en las que escribía cartas a los familiares que ya no teníamos. Una mañana, entre el tránsito tumultuoso de los refugiados, la playa me devolvió a Teresa.
El ser humano es un animal extraño. Hay quienes persiguen una felicidad muy parecida al aburrimiento y hay quienes encuentran la dicha en la adversidad o en el desastre. Hay quienes se zafan de la desgracia con mañas de fugitivo y hay quienes salen a su encuentro y la paladean. De vez en cuando, más allá del estrépito de la artillería de una guerra, dos soldados de retaguardia brindan con el más venenoso de los aguardientes y se escucha quizá el jaleo de la farándula y la tormenta de aplausos. Un combatiente sostiene en sus brazos la agonía de un oficial acribillado en una escaramuza y unas horas más tarde se aparea con una miliciana en el ayuno forzoso del racionamiento. En mitad de cualquier estercolero puede brotar la flor más deslumbrante.
Con Teresa, todas las penurias adquirieron el color y la textura de una fiesta. Conocimos a un violinista ciego que llenaba la tramontana de cánticos y de bailes. Una anciana de Olot nos retrató a carboncillo y un brigadista yugoslavo nos instruyó en el arte de aniquilar pulgas. La moneda de Teresa volaba a cara o cruz y repartía el juego, entonces ella se guarecía entre la muchedumbre mientras yo contaba hasta diez con la manga de la pelliza contra los ojos. A menudo alguien me dirigía una mueca y la delataba, y a un paso de la captura ella echaba a correr y yo la perseguía hasta la orilla, donde las olas marcaban el linde movedizo de aquella prisión al aire libre. El invierno caía sobre nuestras cabezas pero no merecía la pena sentir frío.
Me hubiera gustado haber registrado en un diario la rutina del confinamiento, haber entregado a la posteridad el testimonio asombrado de un niño que se resistía a dimitir de la inocencia e ingresar en el territorio hostil de los adultos. Ahora que me enfrento a un recuerdo tan remoto como desvanecido, temo adulterar la realidad o recuperarla bajo una nostálgica benevolencia. Es verdad que Corominas me requirió los pormenores más sórdidos de mi destierro, y admito que sus propósitos son nobles, pero quienes conocimos el suplicio atroz de aquellos años nos hemos ganado a la fuerza el derecho a un pasado mejor. Por eso ahora, en una suerte de invocación o de conjuro que yo no he elegido, la memoria de Argelès-sur-Mer, turbia y caprichosa, me entrega la risa infantil de Teresa y su voz resuena más vívida que nunca en mis oídos.
Teresa y yo merodeábamos sobre la arena mojada como bañistas arrepentidos, encarábamos el mar y nos veíamos náufragos en una isla salvaje o urdíamos la fantasía de una huida en barco, una improbable travesía oceánica hacia las costas de otros continentes, porque desde aquel gélido recinto más parecido a un purgatorio que a un campo de internamiento era imposible no soñar otras vidas o codiciar otras latitudes. Las alambradas, que penetraban varios metros hacia el agua, cumplían la tarea de disuadirnos de la fuga, pero la imaginación no conoce muros ni grilletes. Así, en aquella intimidad de confidencias marinas, Teresa depositó su moneda de hierro sobre la palma de mi mano y replegó mis dedos.
-Para que siempre te acuerdes de mí.
Aquel disco de metal había perdido todo su valor al paso de las tropas sublevadas sobre Barcelona, cinco céntimos inservibles acuñados en un pasado y un país que habían dejado de existir para siempre. Yo acepté la moneda y la custodié con el celo de quien guarda un talismán o un salvoconducto. Después de todo, en ese azar de cara o cruz que organizaba el orden de nuestras vidas, debía de persistir también la invisible intercesión de un amuleto. Por alguna razón, Teresa y yo conservábamos la temeridad de la sonrisa mientras otros perecían de hipotermia, o sucumbían a las epidemias de tifus o de fiebre tifoidea, o se retorcían entre picaduras de piojos, o se extirpaban los sarpullidos de sarna con la punta de una tijera.
Corominas conoce los números y las dimensiones de aquella matanza en sordina. Al fin y al cabo, el destino de cualquier multitud es transformarse en estadística. Un montón de miles de almas en pena expulsadas de sus tierras y repartidas en campos de concentración franceses, algunas empujadas a una inmediata muerte de perro, otras restituidas más tarde al otro lado de la frontera y condenadas a los presidios o los patíbulos de los vencedores. Las estadísticas de Corominas no olvidan a aquellos que eligieron un segundo destierro o una segunda guerra, mujeres y hombres que tal vez murieron desmembrados por un proyectil enemigo o quizá cayeron prisioneros y dieron a parar a Mauthausen o a Dachau o a cualquier otro matadero de la Alemania nacionalsocialista.
Sé que mi madre hubiera deseado saborear los partes informativos de la radio en Argelès-sur-Mer, pero hubo de conformarse con las noticias infundadas que los reclusos divulgaban con poco rigor y mucha voluntad. La desesperación colaboró en la distribución de los rumores más extravagantes. Decían que la aviación alemana había rociado un gas narcótico sobre París y que las autoridades francesas habían despertado horas más tarde bajo un gobierno nazi. Decían que nos canjearían por prisioneros soviéticos o que viajaríamos deportados en un buque de ultramar. Decían que llegaría una remesa de carne vacuna y que ya estaba en camino la última cosecha vinícola de la campiña mediterránea.
Sospecho que aquellas ficciones no tenían otro cometido que distraernos de una realidad que nadie se resignaba a admitir, por eso el día que se extendió la noticia de una visita oficial al campo nadie quiso tomarla en serio. Los diplomáticos mexicanos llegaron a Argelès-sur-Mer con la intención de calcular el número de refugiados que estarían dispuestos a aceptar el asilo de su gobierno y registraron algunos nombres. Yo nunca lo vi, pero cuentan que unos días después fue el propio embajador de México quien explicó ante una desconfiada concurrencia las generosas condiciones de la oferta. Mucho más tarde supe que aquella tarde un hombre había estampado en los registros del embajador el nombre de Teresa y el nombre de su madre.
Llegó el día concertado y aquellos que habían elegido escribir su suerte al otro lado del Atlántico formaron una impaciente fila hacia la puerta de salida. Yo permanecí agazapado sobre la arena con la moneda de hierro apretada en la mano, y al fondo, la silueta de Teresa se iba haciendo cada vez más pequeña de la mano de su madre. Me dijeron que viajaron desde Argelès-sur-Mer hasta Burdeos y que allí zarparon en un buque hacia las costas de Veracruz. Con el paso de los años, perfeccioné la costumbre de imaginar para Teresa una vida paralela a la mía. Le atribuí un oficio honorable y un próspero hogar de indiana en una ciudad costera de nombre jeroglífico. Le asigné un marido de largos bigotes y una camada abundante. Pero sobre todo, me pregunté qué clase de moneda arrojada al aire dictaba ahora sus pasos.
Mi madre y yo resistimos unos días más internos en el campo. Debo referir que una familia de Perpignan se avino a acogernos en un destello de altruismo que nunca seré capaz de corresponder. En aquellas fechas, las tropas alemanas tomaron París y se levantó una guerra carnicera. Sé que Corominas no me ha exigido los azares sucesivos de mi vida desde que abandoné Argelès-sur-Mer, pero no es posible dejar de enunciarlos. Diré que perdí a mi madre en una disentería mal curada y que aún no he renunciado a la costumbre de visitar las piedras que la cubren. Desempeñé varios oficios menores y por fin conseguí levantar una modesta empresa de zapatos. Me casé con una mujer inolvidable y criamos tres hijos que nos dieron cinco nietos. Hace siete años enterré a mi esposa junto a mi madre. He vivido en Perpignan hasta el día de hoy y nunca reuní el valor para regresar a Barcelona.
Esta es la historia que le confié a Corominas en el calor de mi convalecencia. Corominas, el incansable investigador, el novelista de honda conciencia tomaba notas en un cuaderno desarmado y manipulaba los botones de su grabadora al capricho de mi relato. Tal vez dentro de un par de años podré encontrar en el escaparate de alguna librería mis andanzas convertidas en ficción, la novela de Corominas encuadernada en rústica y presidida por una melancólica portada en blanco y negro.
-Corominas, usted que maneja tantos archivos, hágame el favor de buscar a Teresa. Han pasado cinco días desde entonces. Esta tarde una enfermera ha interrumpido mi duermevela para comunicarme por teléfono con Corominas. -Teresa Renau Ferrer, Centro Psiquiátrico de Sant Boi de Llobregat, Barcelona.
Corominas escribe las primeras páginas de su novela mientras yo escribo las últimas páginas de mi vida. He abandonado mi cama con el sigilo de un ladrón de joyas y he reemplazado mi bata azul de enfermo por un atuendo de impecable octogenario. He sustraído un clavel del florero de la mesilla y lo he atrapado en mi solapa. He atusado mi pelo en el espejo y he encarado el pasillo y las escaleras hasta alcanzar la calle. Voy camino de la estación de trenes y pienso en Teresa y en nuestros días azules junto al mar. Caliento en mi mano una vieja moneda de hierro que nadie conoce ni recuerda, la echo a volar y veo mi vida aletear en el aire en una cabriola de luces y sombras, y me lo juego todo a cara o cruz, ahora o nunca, doble o nada.
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