"Pablo, habibi, ha venido una mujer que quiere hablar contigo", me dice Bashar con tono serio. En la entrada veo a una señora a punto de llorar que acude al centro por tercera vez esta semana. A pesar de que no podemos hacer nada por ella me reprocha que solo ayudamos a los sirios, que odiamos a la sociedad libanesa y olvidamos que este también es su país. No es la primera vez que escucho algo así. De hecho, sucede continuamente: la voz de la desesperanza grita proclamas racistas que intentan ser canalizadas por los diferentes actores políticos y sociales que se alimentan de odio en un país que, con cada día que pasa, se adentra en un agujero más profundo del que no podrá salir en décadas. Y quien lo paga es la clase trabajadora.
Mientras voy en coche buscando cuál de los cientos de asentamientos de refugiados es el que en peores condiciones se encuentra, porque la ayuda que podemos prestar es muy limitada, bajo la ventanilla y lo único que veo son chabolas de plástico insalubres montadas en enormes secarrales, con los logos de las grandes agencias humanitarias, a cuyo personal rara vez encuentro sobre el terreno. Al pasar, los niños saludan y los padres y madres miran de forma prudente a quien decide adentrarse en la zona rural de Líbano, donde se acumulan la gran mayoría de desplazados. Este es el país con mayor número de refugiados per cápita del mundo. Las proporciones son insólitas, es como si España tuviera a 15 millones de personas acogidas en los campos de cultivos de Extremadura.

Líbano y los refugiados, una vida rural
En 2011 estalló la guerra civil en Siria provocando un éxodo migratorio a los países vecinos. Decenas de miles de personas llevan más de una década atrapadas entre Líbano, que se declaró en bancarrota el pasado 5 de marzo, y la absoluta desidia de las instituciones europeas. "Aquí no somas nada", se lamenta una mujer. La situación de impasse de los refugiados sirios contrasta con la celeridad que la comunidad internacional ha tenido para con los civiles afectados por la guerra en Ucrania.
La situación de impasse de los refugiados sirios contrasta con la celeridad que la comunidad internacional ha tenido para con los civiles afectados por la guerra en Ucrania
Hablo con un desplazado sirio de una pequeña ciudad afectada por la guerra. Qué les diría hoy a sus vecinos, pregunto: "Que no se crean nada de lo que dicen los gobiernos, todos miran por su propio beneficio. Que busquen una nueva vida, pero que sea una vida segura o perderán tiempo y dinero, como me sucedió a mí". Él, en los próximos días, regresa a Siria para intentar conseguir trabajo. Vuelve a un país arrasado por las bombas porque la situación en Líbano no es mucho mejor. Tanto es así que las mujeres me suplican que me lleve a sus hijos a Europa. No saben que, en el viejo continente, su dolor apenas ocupa un breve al final de la última página.

Mientras la Unión Europea apuesta por la externalización de sus fronteras, esto es, pagar a terceros países que no respetan los derechos humanos para que contengan los flujos migratorios, Líbano ha llevado a cabo una política de acogida, pero con muchos matices. El país considera a los desplazados sirios como migrantes económicos, no como refugiados, lo que en la práctica supone mayores impedimentos para una integración exitosa. No se les permite optar a un trabajo remunerado, salvo en profesiones específicas como la construcción, el campo o la recogida de basuras, limitaciones muy severas que condenan a miles de ellos a la pobreza. Una mujer me cuenta que su marido apenas gana 50.000 libras libanesas al día, menos de 2 euros, por desempeñar labores de jornalero.
Los niños
De la exclusión social y la falta de servicios sociales surge la vulneración de derechos que padecen los menores refugiados en Líbano. Los veo a menudo recogiendo basura, mendigando en cruces y semáforos, vendiendo botellas de agua y pañuelos o limpiando parabrisas para conseguir unos pocos céntimos que llevar a casa. Las niñas, desde los 6 años, trabajan en el campo y cuidan de sus hermanos pequeños. El trabajo infantil está normalizado y es solo una de las muchas violencias que se ejerce diariamente contra la población infantil.

Más de la mitad de los refugiados sirios menores de 18 años no van a la escuela. Así, quienes llegaron siendo niños al comienzo de la guerra y nunca recibieron una educación, tienen ahora hijos pequeños que caminarán el mismo tránsito de analfabetismo, falta de oportunidades y exclusión. Las niñas, además, están sometidas a los mandatos de una cultura patriarcal que las condena al matrimonio forzoso a edades muy tempranas. Este tipo de práctica, contraria a los derechos humanos más elementales, ha aumentado considerablemente en los últimos años, durante el período donde se concentra el inicio de la pandemia, la explosión del puerto de Beirut, la devaluación de la moneda en un 90%, un incremento de la inseguridad alimentaria y la escasez de suministros. Con ello, los altos niveles de desempleo entre sirios y libaneses provocan que más de la mitad de la población del país se encuentre bajo el umbral de la pobreza, imponiendo realidades como el trabajo o matrimonio infantil.
Las niñas están sometidas a los mandatos de una cultura patriarcal que las condena al matrimonio forzoso a edades muy tempranas
Las familias acuden a nuestra oficina de The Health Impact para recibir información higiénico-sanitaria y materiales. Hay niñas menores de edad que llegan con su hijo en brazos y es ahí cuando las cifras, los estudios y los análisis periodísticos se tornan en una realidad tangible. Duelo, desarraigo y consecuencias psicológicas al migrar. Revictimización del refugiado durante el retorno y la aparición de un nuevo conflicto.
Detrás de los números: humanización, historias personales y empatizar con el lector a través de los efectos de la guerra a largo plazo.
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Millones de personas en todo el mundo están condenadas a sobrevivir en los márgenes del relato, silenciados por los grandes medios de comunicación que están al servicio de las oligarquías financieras. ‘Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadie con salir de pobres’, decía Eduardo Galenao. En Kamchatka queremos ser altavoz de aquellos que han sido hurtados de la voz y la palabra. Suscríbete desde 5 euros al mes y ayúdanos a contar su historia.
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