Sujeta una mochila en una mano. Con la otra arrastra una maleta y a su hija, que lleva una cazadora vaquera y no tendrá más de diez años. Con prisas y muecas desorientadas se baja del autobús del cuerpo de bomberos polaco que la ha traído desde la frontera ucraniana hasta la estación de trenes de Przemyśl. El cielo está un poco nublado, como una boina manchada de ceniza.
Mientras, dos hombres corpulentos con gorros en la cabeza y cigarrillos largos en la mano la observan desde una distancia prudente. Ella no se percata de su presencia hasta que uno de ellos, con gestos apacibles y en un inglés atropellado, se le acerca para ofrecerle llevarla donde quiera. Alrededor de la escena hay militares, policías, bomberos, voluntarios y periodistas, pero nadie parece darse cuenta de lo que está sucediendo. Ella agradece la ayuda, pero la declina con la cabeza y continúa su camino.
De repente, el otro hombre, en un gesto de aparente mansedad, agarra a la niña de un brazo, la pega a su cuerpo e insiste en llevarlas en su coche. La mujer reacciona rápido y arrea un tirón a su hija, liberándola del brazo del polaco y uniendo a la pequeña a su pierna. Inmediatamente empieza a apretar el ritmo y a decir a voces que no quiere ir a ningún sitio, que solo está buscando un baño. Baja las escaleras del paso subterráneo de la vía y se pierde entre el trajín de los cientos de voluntarios y refugiados que pueblan la estación de esta localidad polaca a treinta kilómetros de la frontera con Ucrania. Cuando los hombres se dan cuenta de que los militares, policías, bomberos, voluntarios y periodistas han despertado su interés por lo que acaba de pasar, desaparecen discretamente tras el Kantor. Esta refugiada venía prevenida y ha sabido reaccionar a tiempo, pero las hay que no tienen tanta suerte.
Tras el inicio de la invasión de Rusia a Ucrania, cientos de miles de civiles ucranianos empezaron a abandonar su país para huir de las bombas y las balas. Según ACNUR, la organización de la ONU para los refugiados, son más de diez millones de personas las que han abandonado sus hogares, de las cuales un tercio han dejado definitivamente el país.
De las tres millones de personas que han salido por las fronteras ucranianas, se estima que un millón seiscientas mil lo han hecho a través de los pasos terrestres de Polonia, concretamente a través del de Medyka, a pocos kilómetros de la estación de Przemyśl.
Dada la imposición de la ley marcial en Ucrania, que no permite a ningún hombre en edad militar (esto es, cualquier varón entre dieciocho y sesenta años) salir del territorio nacional, la gran mayoría de las personas que abandonan Ucrania son mujeres y niños, además de algún anciano. Las mujeres que llegan hasta Przemyśl lo hacen después de recorrer hasta quinientos kilómetros completamente solas, enfrentándose, además de a los peligros que por sí mismo supone caminar por los encofrados salvajes de una guerra, a los específicos que se les añade por tratarse de mujeres.
Esta situación ha provocado que centenares de voluntarios de todo el mundo se acerquen hasta las estaciones de tren polacas a "ayudar" a las mujeres que vienen solas. Entre los que llegan ofreciéndose a trasladar a las familias ucranianas de manera desinteresada, se camuflan las mafias y las redes de trata. Su objetivo es claro: mujeres -la mayoría jóvenes- que viajen solas y carguen con niños muy pequeños. Es otra de las consecuencias de la guerra; los buitres se aprovechan de la situación de desamparo y desesperación de mujeres jóvenes con niños a su cargo para explotarlas e insertarlas en redes de trata de personas. "En todos los conflictos o grandes crisis humanitarias hay peligro de mafias de explotación sexual", afirma una de las voluntarias de Cáritas desplazada en Przemyśl.
Entre los que llegan ofreciéndose a trasladar a las familias ucranianas de manera desinteresada, se camuflan las mafias y las redes de trata. Su objetivo es claro: mujeres - la mayoría jóvenes - que viajen solas y carguen con niños muy pequeños
Aunque estén lejos de las bombas y los misiles, hay violencias específicas contra ellas que les acompañan durante todo el camino, en origen, tránsito, y destino. Son moneda de cambio de quienes aprovechan su indefensión y se presentan como la única alternativa de muchas mujeres ucranianas para continuar su huida.
El Grupo de Expertos en la Acción contra la Trata de Seres Humanos (GRETA) del Consejo de Europa advertía el pasado jueves del riesgo de ser víctima de explotación sexual. Calculan que el 90% de los tres millones de personas que han huido ya de Ucrania son mujeres y menores de edad.
También hay informes de ONGs dedicadas a la protección de la infancia que alertan del riesgo que corren los niños y niñas que viajan solos o acompañados por adultos que no son oficialmente sus tutores. Catalina Perazzo, directora de Incidencia Política y Social de Save the Children, insiste en que debe garantizarse la identificación y el registro de estos menores que huyen de la guerra. "Son los sistemas de protección a la infancia quienes deben encargarse de realizar los procedimientos de filiación, formalizar los acogimientos, realizar el seguimiento y, en su caso, asumir la tutela de los niños y niñas solos".
Conscientes de la situación, los voluntarios de las ONGs oficiales han puesto en marcha un sistema para evitar que hombres sin identificación se lleven a las mujeres de manera descontrolada. Así, todo aquel que acuda a la estación y quiera trasladar a las refugiadas debe pasar por un punto de registro para que quede constancia de sus datos personales, la asociación para la que trabaja -si es el caso- y las rutas de transporte. Una vez inscritos, los voluntarios les dan una pulsera a modo de acreditación para que las mujeres puedan identificar la vía más segura por la que continuar su viaje.
Conscientes de la situación, los voluntarios de las ONGs oficiales han puesto en marcha un sistema para evitar que hombres sin identificación se lleven a las mujeres de manera descontrolada
Yvona corre de un lado al otro de la estación intentando recibir a todos los refugiados que llegan en los autobuses desde los pasos fronterizos. Tiene cincuenta años, lleva el pelo recogido y un chaleco amarillo reflectante, y en su cara se puede leer el cansancio y la angustia de quien lleva días siendo testigo de uno de los aspectos menos visibles -pero más duros- del conflicto. Las carreras de esta voluntaria no tienen otro propósito que el de avisar a las mujeres que pisan suelo polaco de esta vulneración de los Derechos Humanos. "Sabemos que hay hombres con malas intenciones que deambulan por la estación. Por eso, tratamos de prevenirlas para que no se vayan con nadie que no tenga pulsera", afirma. Sin embargo, el flujo de personas que llega cada pocos minutos es tan grande que no alcanzan a alertarlas a todas. Entre las que esperan en la fila para subirse a un tren con su nuevo destino, cargando carritos de bebé, maletas y bolsas con provisiones, hay quienes dejan sus escasas pertenencias en el maletero del coche de un desconocido.
En el interior de la estación de Przemyśl, el suelo contrasta con las paredes y el techo. La luz de las señoriales lámparas de araña ilumina las bóvedas de los techos, mientras que en el piso, sobre sacos de dormir y esterillas y abrigos con jirones, se amontonan decenas de mujeres y niños que mastican con mandíbulas apretadas las bandejas de tallarines con especias que los voluntarios les dan.
Una de ellas es Anastella, de 29 años. Se nota que era profesora de educación infantil en Odesa, su ciudad natal, pues se entretiene jugando con los más pequeños de la estación. Tras sus gafas de pasta, irradia cierta alegría por haber salido del país, pero también gestos de preocupación por lo que está viendo ya en suelo polaco. Cuando sacamos la cámara, se arrepiente de no estar mejor peinada.
"Intento seguir las noticias y novedades de lo que está pasando", afirma en español. Anastella habla ucraniano, inglés y un poco de castellano. "Sé que hay hombres que vienen a buscar a mujeres y niños que cruzan solos la frontera. Lo hacen porque las quieren prostituir".
Anastella asegura que no ha sufrido en sus propias carnes las mafias de trata de blancas, pero que sí conoce a mujeres que las han padecido: "Las hacen desaparecer. Les quitan el pasaporte y no se las vuelve a ver nunca más. En la frontera hay muchos que vienen a hacer esto".
Afirma también que estos hombres "son personas no sinceras que se hacen pasar por voluntarios. Yo no sé si esto pasa solo en Polonia, no estoy segura de que no pase en otros países que también tienen frontera con Ucrania", termina de decir, refiriéndose a otros estados como Rumanía o Moldavia, que también están implicados en la crisis humanitaria.
Las hacen desaparecer. Les quitan el pasaporte y no se las vuelve a ver nunca más. En la frontera hay muchos que vienen a hacer esto
Cuando le preguntamos a una bombera si ella ha sido testigo de esta problemática, escribe con el traductor del móvil un escueto pero contundente "report to the police", como si estuviera acostumbrada a teclear esas cuatro palabras y fuera parte del procedimiento. Sin embargo, a pesar de las evidencias -también históricas- de explotación a mujeres y niños; evidencias que periodistas, voluntarios, refugiados y ONGs han puesto de manifiesto, las fuerzas de seguridad polacas le restan importancia asegurando que hay muchos voluntarios y no se puede controlar a todos.
"Son solo rumores", aseguran dos policías polacos de aspecto joven e intimidante que se suben las bragas del cuello hasta los ojos al ver nuestras cámaras. Como si nada, abandonan la escena y no prestan más atención a nuestras denuncias. Mientras, siguen llegando a Przemyśl autobuses repletos de mujeres y niños. Mientras, siguen llegando a Przemysl coches sin ninguna identificación que se hacen pasar por ayuda humanitaria.
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