Igual que el Génesis relata la creación del mundo en siete días, también la España de nuestro tiempo tiene su propio mito fundacional, la historia fabulosa de un orden político levantado de la nada por insignes señores de estatura bíblica que sacrificaron sus mejores años para ofrecernos el edén de la democracia. Ese mito fundador de la nueva España se llama Transición y celebra el heroico tránsito desde la dictadura franquista hasta la actual monarquía parlamentaria. Al final del trayecto, un coro de profetas a los que llamamos padres de la Constitución bajó de los despachos parlamentarios y nos entregó la nueva ley divina esculpida en mármol. Y así hasta hoy.
Todo orden social y político se legitima a través de mitos fundacionales. El mito unifica los relatos dispersos, se deshace del incómodo rigor histórico y acuña una narrativa única que con el paso del tiempo adquiere el empaque inapelable de una sagrada escritura. Cualquier apreciación alternativa es fulminada y perseguida igual que se condenaría una herejía en el Tribunal del Santo Oficio. En nuestra España constitucional, el relato único se remonta a la investidura de Juan Carlos I, nuevo jefe de Estado por la Gracia de Dios, y resuena en nuestra conciencia con el timbre de voz de Victoria Prego, cronista patentada de aquel régimen naciente que con el paso de los años se nos ha ido quedando viejo.
El relato oficial ha dedicado a la Transición una mirada nostálgica y satisfecha que oscila entre la euforia patriótica y la discreta apología. Dirán que aquella España marginada tras la Segunda Guerra Mundial a causa de sus querencias nazis terminó abriéndose un hueco en el tablero internacional de la Guerra Fría de la mano de Estados Unidos y dejó encarrilado su acceso a la Unión Europea. Dirán también que aquel país agrario devastado por la guerra civil fue capaz de levantar una pujante economía industrial y turística en la segunda mitad del franquismo. Lo llamaron el milagro económico español. Dirán, al fin y al cabo, que aquel impulso fue posible gracias a una nueva clase dirigente que medró bajo las faldas de Franco y que venía a reemplazar la naftalina falangista por un renovado espíritu tecnócrata. Ahí está, ni más ni menos, la primera semilla de la Transición.
En rigor, la Transición comienza mucho antes de la coronación de Juan Carlos I, cuando la muerte de Franco es ya una hipótesis cercana o una vaga promesa, y las distintas familias del régimen comienzan a apretarse para ocupar el centro de la fotografía. La vieja oligarquía y la nueva hornada de altos cargos franquistas eran conscientes de que la mejor forma de prosperar en el ámbito internacional pasaba por escenificar una reforma. Y eso exigía una severa ración de maquillaje sobre los estandartes del entramado nacionalcatólico. Así empieza la Segunda Restauración Borbónica. Así arranca el Régimen del 78.
EL FRANQUISMO DEMOCRÁTICO
Las diferentes familias del viejo régimen, enfrentadas en interminables querellas, se disputaban espacios de poder con la sospecha de que no existiría franquismo sin Franco y de que el juancarlismo estaba condenado a mantener la tradición pero también a desafiarla. El monarca entrante tardó poco en arrinconar a la vieja guardia de Arias Navarro y reunió un séquito de franquistas de nuevo cuño a los que entregó el volante de la reforma. Solo ellos podían preservar los pilares fundamentales de la España nacional y, al mismo tiempo, exhibir una voluntad de progreso a los ojos del mundo y de la oposición democrática. Había que organizar un cambio ordenado, como si en el franquismo mismo hubiera estado escondida hasta ahora la llave de la democracia.
El franquismo democrático se dividió en dos bloques. De un lado, cayó la Alianza Popular de Manuel Fraga Iribarne; del otro la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez. Considerado hasta entonces un firme aperturista, Fraga terminó capitaneando la corriente más derechista de la reforma con unos resultados electorales esqueléticos. Su papel institucional es elocuente: apenas la mitad de los diputados de AP avalaron la Constitución que el propio Fraga había contribuido a redactar. Por su parte, UCD demostró ser poco más que un monstruo de Frankenstein hecho con remiendos de falangistas conversos, liberales, demócratas cristianos y algunas intuiciones socialdemócratas. Pero el rey había encomendado a Suárez la misión salvífica de liderar la reforma y UCD se valió de aquel trato preferente para validarse en las primeras elecciones legislativas como sucesor democrático del orden franquista. Alrededor del elegido se armó una sopa de quince siglas inconciliables y un ejército de arribistas dispuestos a hacer carrera ministerial. Una vez finalizada la reforma constitucional, UCD y su gobierno se desmoronaron sin posibilidad de enmienda.
LA PLATAJUNTA
En marzo de 1976, el grueso de la oposicíón antifranquista española se había constituido alrededor de la Coordinación Democrática, más conocida como Platajunta, que agrupaba a partidos como el PSOE, el PCE o el PSP y sindicatos como CCOO y UGT. Las fiebres antifranquistas de los primeros días terminarían amansándose durante los años de reforma, y tanto el PSOE como el PCE se sometieron a un proceso de cirugía que los iba a dejar irreconocibles en apenas un par de años. El PSP de Enrique Tierno Galván, por su parte, se descalabró en los comicios de 1977 y quedó condenado a morir disuelto en el éxito electoral del PSOE.
El viraje ideológico de PSOE y PCE se culminó a velocidad de crucero ante la satisfacción de sus rivales políticos y el desconcierto de sus propias bases. Igual que el PCE había abandonado su adscripción leninista en su congreso de abril de 1978, Felipe González propuso dos semanas más tarde desprender al PSOE de su definición marxista. La polémica se prolongó en las filas socialistas hasta el congreso de mayo de 1979, cuando se impuso la ponencia marxista de Francisco Bustelo y Felipe González se negó a liderar las siglas bajo esos términos. La incapacidad del PSOE para armar una nueva dirección se resolvió en el congreso extraordinario de septiembre con una victoria aplastante de González y el marxismo extirpado para siempre de las bases programáticas del partido.
LAS INSTITUCIONES ARMADAS
Por mucho que la clase política se haya deshecho en aspavientos democráticos, España procede de una dictadura militar y las fuerzas armadas no se resisten a tutelar el proceso de reforma e imponer sus propios tiempos. Algunos de los mandos militares del franquismo se implicaron directamente en vigilar el tránsito hacia la democrácia; muchos otros, empapados aún de inercias dictatoriales, aceptaron a regañadientes la legalización de sindicatos y partidos; algunos, ebrios de fascismo, conspiraron para derrocar el regimen naciente o patrocinaron la guerra sucia. Ahí está el fallido asalto a la Moncloa urdido en 1978 por Antonio Tejero y Ricardo Sáenz de Ynestrillas bajo el nombre de "Operación Galaxia". Lo mismo se puede afirmar de las fuerzas policiales, cuyo papel en la Transición aparece manchado por cargas desbocadas contra manifestantes, una incesante actividad parapolicial y un abultado número de crímenes a sus espaldas. En un meditado ejercicio de camuflaje, la policía franquista estrena uniforme marrón con el ministro Martín Villa en 1979 y los mal afamados grises de la dictadura pasan ahora a ser conocidos como maderos.
ELOGIO DE LA CENTRALIDAD
La Transición debe su éxito al empeño de un amplio sector del franquismo por abrir un carril central y erigirse como vértice de todos los acuerdos. Así fue como el proceso de reforma se convirtió en una exaltación de la centralidad y el consenso sin que importara demasiado qué se consensuaba ni con quién. Por un lado, los altos cargos de la dictadura se vieron obligados a exagerar hasta la teatralidad su recién estrenada adscripción demócrata. Por otro lado, las fuerzas de la oposición antifranquista se desembarazaron de su dialéctica revolucionaria y sus convicciones ideológicas con la esperanza de que su moderación encajara mejor en aquella élite política. Al mismo tiempo, todas las fuerzas políticas o sindicales que se atrevieron a mantenerse al margen del consenso fueron descalificadas como extremistas e insensatas, cuando no perseguidas y diezmadas.
Aquí la gran paradoja de la Transición: España había abandonado el consenso obligatorio del franquismo para entregarse al consenso voluntario de la democracia. La cultura democrática, al contrario de lo que se nos hizo creer, es el resultado de la tensión entre los consensos y los disensos, de modo que esa exaltación de los acuerdos a cualquier precio se antoja más bien un tic totalitario. Y es que el fetiche del consenso, entre otras cosas, iba a permitir silenciar todas aquellas luchas que desde los márgenes de la nueva legalidad o completamente fuera de ella, no se resignaban a aceptar un proceso de reforma tutelado por los grandes jerarcas de la dictadura.
Un ensayo previo al consenso constitucional del 78 llegó en octubre del 77 con los Pactos de la Moncloa. Las escandalosas cifras de inflación y desempleo auguraban una legislatura complicada, de modo que Suárez no solamente necesitaba una intervención económica, sino sobre todo, un amplio acuerdo entre partidos avalara su liderazgo y amansara a la oposición. Pero antes de la histórica foto de familia en la Moncloa, el flamante PCE del eurocomunismo ya había reclamado al resto de partidos un "gobierno de concentración nacional". El milagro del consenso.
DE LA DESCONFIANZA AL DESENCANTO
En cualquier caso, la Transición quedó lejos de desatar un chorro constante de entusiasmo popular. Si bien es verdad que las primeras elecciones legislativas estuvieron gobernadas por la euforia democrática y la celebración de las libertades, no tardó en llegar el desconcierto y la apatía, cuando no un sentimiento de traición ante una nueva clase política que demostraba poca solidez ideológica y que no era capaz de resolver las consecuencias de la crisis económica. Por si fuera poco, la aprobación de la nueva Carta Magna resultó un proceso más largo y tedioso de lo deseado. La participación del 78.83 % en los comicios generales de 1977 se redujo a un discreto 67.11 % en el referéndum para la ratificación de la Constitución de 1978. El fervor democrático de los primeros años había dejado paso a una sensación general de incomprensión y cansancio que la prensa bautizó como desencanto.
Lo cierto es que siempre hubo motivos sobrados para desconfiar de la reforma. En primer lugar, poque el rey entrante había sido educado a gusto del Generalísimo bajo los principios del Movimiento Nacional. En segundo lugar, porque el timón del país nunca dejó de estar en manos de los altos mandos franquistas. En tercer lugar, porque la tutela que impusieron las instituciones armadas sobre el proceso impedía un debate público en igualdad de condiciones. De la noche a la mañana, los mismos que habían sostenido una dictadura sangrienta, asesina hasta los últimos día de vida del Caudillo, aparecían ahora como garantes del proceso democrático.
En efecto, la reforma permitió a los altos cargos del franquismo perpetuarse en sus puestos con todos los privilegios y sin tener que rendir cuentas de sus delitos. Los mismos militares que habían impulsado el Glorioso Alzamiento Nacional permanecieron en sus puestos. Permanecieron también los mismos mandos policiales que todavía entonces sembraban el pánico en las calles, que habían asesinado a disidentes, que habían torturado a demócratas en los sótanos más oscuros del viejo régimen. Los mandos de los servicios secretos franquistas del SECED continuaron su trabajo en el reluciente nuevo CESID. Siguieron en primera línea los mismos artífices de los juicios sumarísimos, de los fusilamientos y el garrote vil. Los grandes grupos de prensa franquistas llegaron intactos a la democracia. El Tribunal de Orden Público se convirtió por arte de magia en la Audiencia Nacional. Las mismas grandes fortunas engordadas al amparo del Caudillo engordan todavía hoy al amparo del parlamentarismo constitucional. Y en ese banquete democrático, la que una vez fue oposición antifranquista aparece como un pariente pobre invitado a degustar un plato que no le ha sido permitido cocinar. Lo llamamos Transición porque de algún modo hay que llamarlo.
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