Alpha sortea coches, motocicletas y a otros tuk-tuks como el suyo (ese vehículo triciclo motorizado con un asiento adelante para el conductor y una cabina detrás con capacidad para dos personas y que suele funcionar como taxis) mientras rueda a gran velocidad por el pavimento de Freetown, la capital de Sierra Leona, un país de algo menos de ocho millones de habitantes y situado en la parte occidental de África, a orillas del Atlántico. Es época de lluvia y la calzada está llena de charcos, mojada y resbaladiza, algo que a Alpha parece importarle poco. "Hace un par de años atropellé a una mujer. No murió, pero quedó tendida en el suelo, muy lesionada. Me metieron en la cárcel seis meses", dice.
-- ¿En qué cárcel estuviste?
-- En Pademba.
-- ¿Y cómo te fue?
-- ¡Oh, Dios mío! Fueron los peores seis meses de mi vida.
--¿Por qué?
-- Porque sufrí todo tipo de maltratos y abusos. Los guardas te golpean por cualquier cosa. No les importa cuánto daño te hagan o incluso si llegan a matarte. Yo mismo vi cómo cinco policías arrinconaban a un preso y le propinaban una paliza de muerte.
-- ¿Muere gente ahí dentro?
-- Claro. Dos o tres personas todas las semanas. Eso como mínimo. Lo que pasa es que los guardias ocultan los cadáveres. Es un lugar terrible.
La noche termina de caer mientras Alpha esquiva el enésimo charco y su tuk tuk derrapa por última vez. Apenas hay farolas en las calles de Freetown; sólo las avenidas más turísticas y concurridas tienen luz artificial, por lo que los conductores dependen casi en exclusiva de los faros de sus vehículos. Ya en el destino convenido, Alpha dice antes de despedirese. "Toma mi número. Si necesitas a alguien que te cuente cómo es la vida en la prisión, ponte en contacto conmigo. Nadie debería vivir allí. Ni siquiera unos días. Nadie".
SOBREVIVIR EN EL INFIERNO
Justo en medio de Pademba, una larga avenida que atraviesa el centro de la capital de Sierra Leona, se yergue un gran edificio de piedra cuyos muros lucen coronados con alambres con puntas de espinas de metal. Una unidad de cuatro guardias custodia la entrada principal, un portalón metálico pintado de azul frente al que cada poco tiempo se detienen vehículos para descargar mercancías, policías o presos. El correccional central para hombres de Freetown, al que la mayoría de sierraleoneses conoce simplemente como prisión de Pademba, es un lugar donde cualquier atisbo de dignidad humana queda sepultado por un compendio de abusos, palizas y crueldad.
"La gente aquí se muere porque, cuando enfermamos, no hay medicinas suficientes. Nos maltratan y nadie hace nada. Cuando nos traen un tubo de pasta de dientes, tenemos que repartirlo entre siete u ocho personas. Y hay días, semanas, que no tenemos acceso a agua para todos ni a jabón", afirma Desmond, un preso de 30 años que lleva en el correccional desde 2013. Él, dice, robó 15 millones de leones (alrededor de 1.250 euros) y lo sentenciaron a 20 años de prisión. "Lo hice porque no tenía nada. La vida aquí, en Sierra Leona, es muy difícil", se justifica.
Dauda Massaquoi tiene 29 años y vive encerrado en Pademba desde hace dos. Su delito: haber violado a una menor. "Me condenaron a 15 años en un proceso injusto porque nadie aportó pruebas. Fue una venganza personal contra mí", se justifica. El discurso de la inocencia es recurrente y repetido, pero hay quien tiene razones para entonarlo. Investigaciones conjuntas de las organizaciones Centre por Accountability & Rule of Law (CARL por sus siglas en inglés), Humanist Watch Sierra Leone y Prison Watch han arrojado que sólo el 24% de los acusados de cualquier delito tienen representación legal en los tribunales. Sin siquiera posibilidad de defensa y con juicios que se eternizan, Pademba se llena de gente por encima de su límite. El centro, con capacidad para unos 350 reclusos, tiene ahora más de 1800.
Solo el 24% de los acusados de cualquier delito tienen representación legal en los tribunales. El centro, con capacidad para unos 350 reclusos, tiene ahora más de 1800
En Pademba falta de todo, la expresión en su máximo exponente de lo que sucede en Sierra Leona, una de las naciones más pobres del mundo. La guerra civil que la asoló durante 11 años, de 1991 a 2002, dejó un estado en ruinas, con 50.000 muertos, una de cada tres mujeres víctima de abusos sexuales, medio millón de desplazados y cientos de infraestructuras destruidas. El brote de ébola de 2014, que acabó con la vida de 4.000 personas, terminó por destrozarlo. Ahora, casi el 54% de la población debe vivir con menos de un euro con treinta céntimos al día y la esperanza de vida, de apenas 55 años, es la tercera más baja del planeta.
"Nadie está interesado en la salud ni en las condiciones de vida de los presos. Sólo comen una vez al día y suele ser una comida horrible. El agua que tienen para beber está contaminada, lo que les provoca diarrea y vómitos. Algunos, además, tienen que dormir en el suelo. Eso, en época de lluvias, puede ser muy perjudicial", explica Jutta Reuter, una doctora alemana que, junto a su marido Henning, también médico, ha trabajado durante meses en Pademba como voluntaria gracias a Don Bosco Fambul, una ONG que lleva a cabo numerosas acciones para intentar dignificar a los condenados. Henning añade: "Los reclusos tienen muchas enfermedades en la piel. Además, no realizan correctamente algunos tratamientos, como el del VIH".
Nadie está interesado en la salud ni en las condiciones de vida de los presos. Sólo comen una vez al día y suele ser una comida horrible. El agua que tienen para beber está contaminada, lo que les provoca diarrea y vómitos
Jutta y Henning relatan numerosos episodios trágicos. "Un día tratamos a un hombre, cuya estatura sería de un metro setenta y cinco, más o menos, que pesaba 34 kilos. Hay personas en Pademba que parecen esqueletos. Y chavales, jóvenes de 18 años, con cuadros de depresiones graves y profundas". Dicen también que la adicción a las drogas es una realidad demasiado común, y que algunos de los presos prefieren gastarse el dinero en eso que en medicinas. La corrupción de los oficiales de policía que trabajan en el correccional hace posible el tráfico de estupefacientes dentro del presidio.
"El hospital de dentro de la prisión no está equipado correctamente. Por eso, cuando hay algún problema grave, los presos deben ir a centros de fuera, pero resulta muy complicado porque la pregunta de los guardas siempre es: ¿Y esto quién lo paga? Si no lo hace Don Bosco, una persona puede estar en la cárcel con un brazo roto durante un año”, dicen Jutta y Henning. Y concluyen: “Hay quien se vuelve loco y desarrolla enfermedades psiquiátricas realmente peligrosas. La situación es terrible".
CORONAVIRUS Y MOTINES
Pese a que los doctores alemanes afirman que, tras haber realizado decenas de test para detectar casos de coronavirus, todos ellos han arrojado un resultado negativo, esta enfermedad parece haber preocupado en exceso a las autoridades. La pandemia, que no ha devastado el país como indicaban los pronósticos más pesimistas (Sierra Leona cuenta con 2 médicos por cada 100.000 habitantes, una de las ratios más bajas del mundo, y apenas reporta ciento ochenta fallecidos a causa de este virus) provocó en 2020 que se cercenaran los pocos derechos de los que disponían los presos de Pademba. Todo quedó prohibido; las visitas de familiares, los paseos por el patio, las actividades comunes… Y, a finales de abril, la situación estalló.
Francis Deen tiene 26 años y ha pasado los últimos cinco en Pademba. Afirma que un día, mientras conducía su coche, atropelló a una agente de policía. "Quedó muy lesionada y me condenaron a 15 años. Apelé y me lo redujeron a 10. Aquí no estoy bien. No tengo familia. Nadie viene a verme y nadie me trae nada", cuenta. Francis, que habla mientras lava su ropa en el patio de la prisión, libre por unos minutos de la vigilancia policial, no teme al coronavirus. Pero todo lo que ha traído consigo la nueva pandemia ha supuesto más miseria, más miedo, más pobreza y más indignidad.
-- ¿Qué pasó el 29 de abril del año pasado?
-- Fue horrible. Como una batalla. Una guerra.
-- ¿Por qué?
-- Nos tirotearon. A muchos compañeros los asesinaron. A otros los hirieron. Vinieron militares, se aposentaron ahí arriba – dice mientras señala la parte superior de los muros exteriores de la prisión--, y comenzaron a dispararnos.
-- La versión oficial dice que fue un motín. ¿Por qué os amotinasteis?
-- El coronavirus fue la escusa para no dejarnos salir de las celdas en varios días. Para los policías es mejor, porque así no tienen que trabajar. Pero para nosotros… Teníamos que hacer las necesidades en cubos, y ni siquiera nos permitían vaciarlos en el patio o en las letrinas cuando se nos llenaban. Teníamos que dormir junto a nuestros propios excrementos, y hay celdas en los que vivimos 20 ó 30 personas. ¿Eso es humano? Yo creo que es más parecido a un trato para animales.
-- ¿Y qué hicisteis?
-- Un preso consiguió abrir su puerta. Después, nos ayudó a todos a salir de las celdas. Y ya empezó todo. Como una guerra.
La guerra de la que habla Francis Deen fue en realidad una carnicería donde un único bando armado, el de las fuerzas gubernamentales, masacró al otro, el de los presos. Aquel 29 de abril, Pademba se tiñó de rojo. Human Rights Watch, en un informe publicado el pasado mes de marzo, cifró en 31 las víctimas mortales, 30 reclusos y 1 policía, y deslizó la posibilidad de que el número de fallecimientos fuese mucho mayor. Además, resumió la jornada así: "Los prisioneros presuntamente prendieron fuego a las habitaciones y tomaron rehenes, y los agentes de seguridad utilizaron munición real para sofocar la rebelión". Francis añade: "Murieron muchos más compañeros. Y a los que estábamos heridos nos metieron en las habitaciones durante días. Algunos teníamos heridas graves, sangrábamos por la cabeza, por las piernas…".
La prisión tardó semanas en recuperar la calma tensa e indigna en la que suele moverse. Tiempo después de aquel motín, los edificios que ardieron todavía lucen esqueléticos y con los rescoldos de una noche de sangre y confusión. Y los más de 1800 presos de la cárcel de Pademba no han visto mejorar sus condiciones para nada; siguen viviendo en la más absoluta pobreza, la peor de las miserias y en la más viva imagen de inhumanidad.
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