El #MeToo no ha sido un movimiento, sino un terremoto que ha desplazado los cimientos de la concepción hegemónica del sexo. Gracias a todas las que se atrevieron a levantar su voz contra los depredadores que creían que dentro de su cuota de poder iba incluída la correspondiente cuota de acceso sexual al cuerpo de las mujeres, las demás hemos empezado a repasar mentalmente todos nuestros encuentros sexuales pasados y a verlos a la luz del feminismo. Disipada la oscuridad del miedo y la vergüenza, del sentido del deber y la exigencia de cumplir ciertas expectativas, ¿cuánto del sexo que hemos mantenido ha sido porque nos apetecía a nosotras? ¿Cuánto ha sido realmente voluntario, deseado, libre de chantaje emocional, de desequilibrio de poder, de convenciones sociales, de cualquier tipo de presión? Y entre ese, ¿cuánto ha sido plenamente disfrutado y placentero? ¿Cuántas veces se han tenido en cuenta nuestras preferencias y sugerencias, cuántas se han respetado nuestros límites, cuántas empezaron porque nosotras quisimos y terminaron cuando ya no quisimos? Todas estas son preguntas que desbordan el concepto de “consentimiento”, que cuestionan lo que antes considerábamos como normal o aceptable, y que han enfocado esa zona borrosa en la que el sexo consentido puede conventirse en abuso sexual o incluso violación.
Desde que las mujeres hemos dado un paso más allá de denunciar la violencia sexual penalmente tipificada y hemos recuperado la radical y sana costumbre de hablar de relaciones sexuales como un terreno atravesado como cualquier otro por la desigualdad de género (las camas y las alcobas no quedan fuera del patriarcado, de hecho, casi se podría decir que el patriarcado se fundó en ellas); los hombres han comenzado a responder con una preocupación recurrente: las exigencias de las feministas van a hacer del sexo algo mecánico y burocratizado. Insisten en que tendrán que tramitar certificados para poder follar y en que los polvos pasarán a ser intermitentes y aburridos, pues habrá que pararse cada minuto a preguntar si la otra persona se siente cómoda y si se puede continuar. Los profetas del apocalipsis sexual anuncian que nosotras acabaremos con cualquier elemento de misterio o sorpresa, los futurólogos vaticinan que follaremos como robots o sin tocarnos, a través de cascos como los que utilizaban Sandra Bullock y Sylvester Stallone en Demolition Man. Todo ello solo porque las mujeres hemos empezado a pedir reciprocidad, deseo y satisfacción mutuos, correspondencia en la atención al otro, que las relaciones se desarrollen en un ambiente de confianza y seguridad, observación y escucha activa para evitar lo que nos haga sentir incómodas o violentadas, en una palabra: empatía.
No sé a vosotras, pero a mí me parece muy problemático que haya tantas personas que consideren aburrido y farragoso proporcionar un trato humano a aquellos con quienes se relacionan, sea sexualmente o de cualquier otro modo. El hecho de que los hombres digan que les baja la líbido tener que preocuparse por el bienestar de sus parejas sexuales, prestar atención a las reacciones que sus actos generan en ellas, tener que comunicarse de forma fluída y mostrarse receptivos y dispuestos a consensuar todas las prácticas; da miedo. Sí, mucho miedo, porque eso significa que es posible que no dejen de hacer algo si se lo pedimos, que no se detendrán ni se sentirán mal si nos notan asustadas o doloridas, que no les importará si algo no nos gusta y que incluso les guste y les excite el hecho de que nosotras no estemos excitadas. Cierto que un hombre ensimismado en su propio placer y comodidad no es sinónimo de violador, pero cuando uno está centrado en sí mismo, en satisfacer sus deseos sin atender a lo que la otra persona pueda estar sintiendo, sin tomar en consideración cómo le afecta lo que está haciendo y sin responder en consonancia a ello, es más que probable que acabe cometiendo algún abuso y sí, violando.
“Me acuerdo de una vez que me estaba liando con un tío y le acerqué a su casa en moto. Cuando llegamos pues yo pensé lo típico, seguir liándonos, echar un polvo ¿no?, lo típico, guay pero de repente me bajó las bragas y me folló ahí. Cuando terminó me dio un beso en la mejilla y se fue. Me quedé como en estado de shock. Me vi ahí subiéndome las bragas y pensando en qué coño había pasado”
“Recuerdo que estábamos haciéndolo y me dolía. Es verdad que tampoco había tenido muchas relaciones sexuales antes de esa. Le pedí que parara porque me dolía y me dijo que no que eso era normal así que esperé a que terminara, pero no me gustó nada.”
Estos dos testimonios pertenecen a dos chicas de 25 y 24 años respectivamente, entrevistadas para un estudio cualitativo sobre violencia sexual realizado en 2015 por Sara Cuenca Suárez y elocuentemente titulado “Violaciones consentidas”. Los he escogido porque lo que ambas relatan ilustra a la perfección lo que cualquier persona entendería por sexo practicado sin aplicar empatía, y que curiosamente guardan un parecido más que razonable con una violación.
La empatía no equivale a un vínculo emocional, no depende de la existencia de un compromiso estable, no significa que no se pueda tener sexo esporádico e improvisado con desconocidos, no excluye ninguna práctica que no sea deseada y haga sentirse bien a ambos. Del mismo modo que si alguien te cuenta que un familiar suyo ha muerto puedes expresar tus condolencias sin necesidad siquiera de sentir la muerte de esa persona ni la pena de la pérdida, cuando durante el sexo percibes que a tu pareja algo le disgusta o le molesta debes pararte y preguntar, por pura decencia humana, sin necesidad de sentir algo especial por ella más que el respeto debido. La empatía no es más que comportarse como un ser humano con otros seres humanos. No se trata de “leer la mente” o de “ser adivino”, os habéis confundido con la telepatía.
¿Es aburrido volver loca de placer a una mujer, es antierótico susurrarle al oído si le está gustando, es de verdad tan complicado hacer que se corra, es puritano hablar de sexo largo y tendido antes de practicarlo, es una quimera encontrar una forma sugerente de proponer las cosas antes de hacerlas a machete y después tener que arrepentirse? El sexo es una relación humana como otra cualquiera, no es algo que pueda despojarse de la racionalidad; nuestros impulsos, fantasías, todo aquello que nos excita y agrada debe resultar también excitante y agradable para aquel o aquella con quien queramos compartirlo, o no será compartir, será imponer. Es algo tan obvio que mientras escribo estas líneas me siento como si redactase el guión de un Barrio Sésamo sobre relaciones sexuales. Algo estamos haciendo muy mal si la diferencia entre sexo y violación no es tan fácil de discernir como la diferencia entre arriba y abajo o dentro y fuera.
¿De verdad que os parece tolerable que alguien se acueste con vosotros sin ganas, sin desearos? ¿Seguro que eso no os supone ningún dilema moral? Quienes no ven el sexo y el deseo como un tándem necesario ponen en duda la existencia de lo que las feministas llamamos sexo patriarcal o androcéntrico para referirnos al modelo dominante de relaciones sexuales. ¿Vosotras cómo llamaríais a un sexo que se limita al coito, en el que la estimulación de la mujer es secundaria, en el que se normaliza que ella sienta dolor, o en el que términos como “virginidad” o “frigidez” siguen vigentes? A mí no se me ocurre un nombre que describa mejor la desigualdad estructural que subyace tras él.
Precisamente, la empatía también es una cuestión de perspectiva, al tratarse de reconocer el punto de vista del otro. En el caso de la sexualidad es una cuestión de perspectiva de género, porque existe una jerarquía social preestablecida que sitúa al hombre en el rol de sujeto y a la mujer en el de objeto. Claro que es difícil que la mayoría de hombres sienta lo mismo que una mujer ante la posibilidad de ser violada, pues pocos han tenido que enfrentarse a ese tipo de experiencia. Por regla general, ningún hombre se siente intimidado si está solo y se cruza con un grupo de mujeres por la calle, pues eso nunca ha acarreado consecuencias negativas para él. Pero ahora que nosotras hemos contado lo que supone para nosotras, que cada vez lo contamos más, que las cartas de la violencia sexual y todas sus escalas están sobre la mesa, ponerse en nuestro lugar es un ejercicio necesario que pueden practicar si quieren. Para ello, deben despojarse de los prejuicios machistas y los mitos patriarcales (sí, el machismo dificulta la empatía, ¡oh, sorpresa!). La empatía es una elección moral y ética, por supuesto. Una decisión consciente de preocuparse por los demás y descartar los comportamientos que puedan causarles sufrimiento. En definitiva, comportarse de forma empática con las mujeres, también en el plano sexual, supone renunciar a privilegios y tratarlas como a iguales.
Por ello la empatía es una cualidad imprescindible para el feminismo, porque consiste ni más ni menos que en reconocer a los demás como sujetos con los que relacionarnos en igualdad de condiciones, con los mismos derechos. La capacidad para entender las vivencias de otra persona, sin tener necesariamente que compartirlas o sentirnos identificadas con ellas, es la que nos impide cosificarlas y tratarlas como objetos sin agencia humana. La empatía no victimiza ni infantiliza a nadie, al contrario, corresponsabiliza a todos los implicados y los eleva a la categoría de persona con la capacidad de disfrutar o de sufrir. Sí, cada persona es responsable de su placer y de su propio bienestar, pero cuando se entabla una relación ambas son corresponsables de cómo se sienten y cómo hacen sentir a la otra. Unas relaciones sexuales sanas y respetuosas requieren corresponsabilidad, la comodidad, la confianza, el bienestar y el placer se generan entre todos para todos. El feminismo ha entendido que la vulnerabilidad no es un defecto, sino una condición inherente a todo ser humano, ya que la humanidad se desarrolla necesariamente en un contexto de interdependencia, por lo que considerar que el empoderamiento es individual y autosuficiente no solo es falaz, sino que no puede ser feminista. El sexo tampoco es un ente descontextualizado y separado del resto de circunstancias de las mujeres, no tiene lugar en una burbuja espaciotemporal, por lo tanto, ignorar cualquier posible situación de vulnerabilidad, dependencia o indefensión preexistente es un enfoque sesgado y probablemente, interesado.
Sin empatía no puede haber feminismo y tampoco buen sexo y ni siquiera sexo aceptable, pues las mujeres ya no nos conformamos con consentir, acceder, dar permiso, soportar; no aceptamos ya un sexo que no parta de nuestra voluntad, que no deseemos por nosotras mismas, que no sea disfrutable y placentero. No es un crimen que no lleguemos al orgasmo, no vamos a incluir en el Código Penal a los malos amantes, pero la importancia concedida al deseo y al placer es directamente proporcional al grado de libertad y autonomía sexual de las mujeres. Hemos luchado mucho para que el sexo dejase de ser una tarea reproductiva y un deber conyugal, por lo que eso de “follar sin ganas” o “follar sin deseo” no entra en nuestros planes y no puede ser más puritano y menos feminista. Hablar de sexo en términos de placer es lo opuesto al puritanismo. Que no os engañen, la empatía es divertida, sexy y proporciona muchos orgasmos. Dejad de leer ahora mismo y poneos a empatizar. No lo lamentaréis.
Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.