Realizar una imagen capaz de provocar indignación es, en cierto modo, construir una didáctica del asombro. Es usar el cine no solo para contar una historia, sino para hacer temblar, para sacudir el mundo y despertar conciencia. Es despertar en medio de un incendio.
Hablar del cine como un acto revolucionario es una consigna que, lamentablemente, sobrevive apenas en los márgenes. Desde los años 60, varios directores latinoamericanos intentaron romper el cerco del capitalismo con películas osadas, urgentes, llenas de rabia y de verdad. Pero muchas mujeres que filmaron desde ese mismo lugar -o desde lugares aún más difíciles- quedaron fuera del encuadre.
Sus nombres no figuran en las grandes listas de reseñas ni en la mayoría de las cátedras de cine. Sus obras no circulan por los festivales más renombrados ni por las plataformas del momento. Sin embargo, también ellas entendieron el cine como un acto de resistencia. Salieron a filmar porque era urgente. Porque la realidad las empujó. Lo hicieron con lo mínimo, rodeadas de hostilidad. Y dejaron un registro fundamental para la memoria colectiva.
Isabel Baufumé, Marta Rodríguez, María Barea, Heddy Honigmann y Mary Jiménez apuntaron con sus cámaras hacia lo que dolía: las luchas campesinas, el exilio forzado, la desigualdad, el desarraigo, la violencia de género. En definitiva, les dieron voz a los que sostienen -con sus manos y sus ausencias- la historia.
Este artículo busca recuperar parte de sus obras y visibilizar archivos que, con el tiempo, se han convertido en refugios.
MARITA BAREA, UNA PIONERA DEL CINE FEMINISTA PERUANO
María Barea Paniagua (Chancay, 1943) también conocida como Marita Barea, es considerada la pionera del cine feminista en el Perú. Estudió arte dramático y comenzó su carrera cinematográfica en 1971 como productora, trabajando junto a cineastas como Luis Figueroa y Jorge Sanjinés.
En 1981, tras una invitación del productor Pierre Hoffman, Marita asumió por primera vez la dirección con Mujeres del planeta (1981) un mediometraje que retrata la historia de mujeres que migran a las capitales y ocupan tierras para poder vivir y trabajar. A través de la historia de Rosa, su protagonista, Marita muestra cómo esas mujeres se organizan, se plantan, crean comités de discusión, se sientan a aprender a escribir y se educan para ocupar los espacios donde fueron desplazadas.
En 1982, junto a otros realizadores, fundó el Grupo Chaski, con quienes codirigió varias películas que marcaron el cine social latinoamericano. Sin embargo, al volver a encontrarse rodeada por un entorno masculino dentro de la industria, en 1989 creó Warmi (que significa "mujer" en quechua), el primer colectivo de mujeres cineastas del Perú. Desde allí, realizaron documentales y películas que abordan la realidad de mujeres y niñas peruanas.
Entre sus obras más destacadas se encuentran Porque quería estudiar (1989) y Antuca (1992). En ambas, Marita aborda la historia de niñas y adolescentes que migran del campo a la ciudad para trabajar como empleadas en casas particulares. Muchas de ellas huyen de sus hogares porque quieren estudiar, y aceptan esos trabajos para poder tener un techo donde dormir. Los testimonios retratan la crudeza de esa experiencia: cómo se enfrentaron a sus empleadores, cómo lucharon por sus derechos, cómo buscaron ser reconocidas con dignidad.
El desarraigo y la educación son ejes centrales de toda su filmografía: la necesidad que tienen muchas mujeres de formarse y de acceder al conocimiento como una herramienta para cuestionar los lugares que les impone una sociedad profundamente machista.

LAS PELÍCULAS PERDIDAS DE ISABEL BAUFUMÉ
Isabel Baufumé (Le Puy-en-Velay, 1944 – Cusco, 2019) nació en Francia, pero desde 1974 vivió en Perú, en lo más profundo de los Andes, entre comunidades campesinas que hablaban quechua y luchaban por la tierra. Allí aprendió el idioma. Allí filmó en Super 8. Sin embargo, su obra quedó sepultada bajo el peso —y la entrega— de su labor social.
Dedicó la mayor parte de su vida a la Asociación Qosqo Maki, una organización sin fines de lucro que fundó en Cusco en 1990. Acompañó a niños, niñas y adolescentes en situación de calle, con quienes convivió y compartió sus días. Fue más conocida por esa labor que por sus películas, que dirigió entre 1965 y 1990, casi siempre sin créditos, casi siempre sin dejar rastro. Su trabajo cinematográfico comenzó a salir a la luz gracias a las fotografías a las que accedió Edward De Ybarra Murguía, director del festival Corriente: Encuentro Latinoamericano de Cine de No Ficción en Perú.
En 2022, parte de su obra fue recuperada gracias al proyecto Red de Archivos Fílmicos del Sur Peruano, en colaboración con Corriente. El equipo rastreó los rollos, los digitalizó, los subtituló —todas las películas están habladas en quechua— y corroboró su autoría con el cineasta José Antonio Portugal, quien confirmó que Isabel le había entregado ese material años atrás.
Los hallazgos revelaron piezas clave sobre las luchas campesinas de los años 70. En Wañuchun cooperativa (1978) hombres, mujeres y niños caminan por las tierras, levantan un acta, izan banderas con la Federación Campesina del Perú. En Toma de tierras en Chinchero (1979), cientos de personas bajan por una colina para recuperar terrenos en manos del Estado. En ambas películas, la cámara de Baufumé no se enfoca en individuos, sino en la fuerza del cuerpo colectivo. Y en ambas películas las mujeres no son testigos: ellas lideran. Gritan. Se plantan. Llevan a sus bebés en sus espaldas y van al frente de la lucha.
Esta directora es una joya escondida en la memoria de las luchas campesinas del Perú de los años setenta y ochenta: su cine, afilado y sobre todo observador, le da lugar a los que nunca tuvieron voz. En Cusco, todos la conocían como Isabel Baufumé. Algunos le decían “la cochita”, pero su verdadero nombre habría sido Chantal Marie Therese Baufumé Renaud. Hoy su memoria sigue viva. Su cine fue desenterrado como las tierras que retrató.

LA LARGA LUCHA DE MARTA RODRÍGUEZ
Marta Rodríguez (Bogotá, 1933) nació en la capital colombiana, pero vivió varios años en París, donde estudió filosofía, sociología, antropología, cine y etnología. Allí conoció los círculos obreros colombianos en el exilio y se acercó al documental a través de Jean Rouch, pionero del cine etnográfico y una de las influencias centrales de la Nouvelle Vague. Según François Truffaut, Rouch no filmaba sobre los otros, sino con ellos. Esa fue también la mirada que adoptó Rodríguez cuando regresó a Colombia a finales de los años 60.
En Bogotá conoció al fotógrafo Jorge Silva, quien se convirtió en su compañero en la vida y en el cine. Juntos realizaron Chircales (1972), un documental que retrata a una familia dedicada a la producción artesanal de ladrillos, sometida a condiciones de explotación extremas. En la película se ven niños y niñas transportando ladrillos como si fueran animales de carga. También se ven adultos cuyas vidas se consumen entre el barro y el fuego. Al final, aparece una cita del sacerdote revolucionario Camilo Torres resume el espíritu de la obra: “La lucha es larga, comencemos ya.”
A lo largo de su carrera, Marta Rodríguez siguió documentando las injusticias sociales en Colombia. En Nacer de nuevo (1987) cuenta la historia de una pareja de ancianos sobrevivientes de la tragedia de Armero, ocurrida tras la erupción del Nevado del Ruiz en 1985. La película retrata su lucha por sobrevivir, el amor que nace entre ellos y la dignidad con la que sobreviven día a día. También, esta pieza, es un homenaje a Jorge Silva, quien falleció durante el rodaje.
Tras su muerte, Marta continuó filmando. Amor, mujeres y flores (1989) donde denunció la explotación de trabajadoras en los cultivos de flores en la región de Bogotá, visibilizando las consecuencias del uso de pesticidas en su salud, provocandoles abortos espontáneos y enfermedades terminales. Esta película la había comenzado junto a Jorge Silva, pero la terminó sola, junto a las mujeres obreras plantadas, tomando sus lugares de trabajo y reclamando por sus derechos. En los créditos, la directora agrega la cita de una de las obreras: “Esto no fue una derrota, esta lucha apenas comienza”.
Más tarde, junto a su hijo Lucas Silva, desarrolló una serie de películas centradas en el impacto del narcotráfico en las comunidades rurales, como Amapola, la flor maldita (1998) y Los hijos del trueno (1999). Su la mayoría de su obra esta directora recopila más de cuatro décadas de violaciones a los derechos humanos de los pueblos indígenas en Colombia. Como en toda su trayectoria, Marta Rodríguez volvió a decir lo mismo, pero con otras palabras: la lucha es larga. Comencemos ya.

LA TERNURA DE HEDDY HONIGMANN
Heddy Honigmann (Lima, 1951 – Ámsterdam, 2022) nació en Perú, hija de sobrevivientes del Holocausto —uno austríaco, el otro polaco—. Creció en Lima hasta la adolescencia. A los 22 años dejó el país y comenzó un recorrido por México, Israel, España y Francia, hasta instalarse en Roma para estudiar cine. Más tarde se mudó a Ámsterdam, donde obtuvo la nacionalidad holandesa y construyó, desde allí, una obra tan íntima como política.
Dirigió más de quince documentales. Algunos fueron premiados, otros se proyectaron en festivales de renombre, y varios pasaron sin pena ni gloria. Pero ninguno dejó de ser una forma de mirar el mundo con compasión, con furia, con ternura.
Su primer gran salto fue Metal y melancolía (1994), una película que retrata a los taxistas de Lima durante la brutal crisis económica de los años noventa. Fujimori había cerrado el Congreso. Los tanques recorrían las calles. La economía colapsaba. Y miles de personas —empleados públicos, maestras, oficinistas— se subían a un taxi en sus ratos libres para ganarse lo justo y sobrevivir.
Honigmann se subió a más de cien taxis, acompañada de un sonidista. Entrevistó a hombres y mujeres condenados a taxear por las noches de una ciudad rota. “Como los antiguos navegantes, los taxistas somos quienes llevamos las historias de un lugar a otro”, dice uno, mientras conduce. En cada testimonio hay algo de resignación, pero también humor, dulzura, esperanza. Como si incluso entre lo roto todavía se pudiera encontrar belleza. “Una vez leí que un famoso poeta español decía que el Perú estaba hecho de metal y melancolía —dice otro conductor—. Tenía razón. Tal vez porque el dolor y la pobreza nos han vuelto duros como la dureza de nuestros metales, y melancólicos porque también somos tiernos y añoramos tiempos mejores que se perdieron en el olvido”.
Leí, alguna vez, que a Honigmann la describen como la cineasta que supo retratar el desconsuelo peruano. Puede que sea cierto, años después volvió a hacerlo con El olvido (2008), un documental sobre la sensación de vacío que flota en las calles de Lima. Vendedores ambulantes, niños haciendo acrobacias en los semáforos, camareros en bares de lujo: todos forman parte del paisaje invisible que ella ilumina. Los olvidados —dice la película— son quienes cayeron con los gobiernos, pero nunca se sintieron derrotados.

EL CINE COMO UN GRITO DE MARY JIMÉNEZ
Mary Jiménez (Lima, 1948) nació en Perú, donde estudió arquitectura antes de formarse como cineasta en Bélgica. Ha dirigido más de una decena de películas que transitan entre la memoria, el cuerpo y el territorio. Es considerada una de las pioneras del documental autorreferencial en América Latina, con una obra marcada por lo que ella misma define como “la intención de reunión con el otro y de reintegración del individuo con el universo”.
En Fiestas (1988), un mediometraje en el que reflexiona sobre tres festividades andinas, Jiménez interroga la separación entre el ser humano y el mundo. Retrata el valle de Paucartambo como un paisaje espiritual, donde —en el mes de junio, dice ella— la tierra celebra su propia generosidad.
Otra de sus obras conmovedoras es Héros sans visage (2012), donde retrata las migraciones contemporáneas: hombres y mujeres que cruzan desiertos y mares en busca de una vida mejor, pero terminan atrapados en condiciones de hacinamiento, en una sociedad que los excluye y margina.
Un año después comienza su colaboración con la cineasta belga Bénédicte Liénard. En algunas entrevistas, ambas han sostenido que la responsabilidad del cineasta es visibilizar las historias de los pueblos oprimidos. Juntas han creado películas que fusionan el ensayo poético con el documental político. En By the Name of Tania (2019), abordan la trata de mujeres en la Amazonía peruana mediante un dispositivo híbrido: testimonios reales transformados en una narrativa ficcional de gran potencia lírica y de denuncia.
Su proyecto más reciente, Fuga (2024), también en codirección con Liénard, se adentra en la selva peruana para contar una historia de persecución, exilio y ritual. Un joven chamán acompaña el cuerpo de su amada trans, Valentina, para enterrarla en la misma comunidad que la asesinó. A partir de testimonios reales de víctimas del terrorismo y la homofobia, la película se convierte en una fábula atravesada por el paisaje amazónico, con una estética visual y sonora profundamente sensorial.
Jiménez ha enseñado cine en Bélgica, Cuba y Suiza. Su obra propone una experiencia reflexiva y visceral: una manera de mirar el mundo desde las grietas, allí donde el dolor, la belleza y la resistencia se confunden.

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