Hace algunos días tuve la oportunidad de ver 'Utoya. 22 de julio', la película de Erik Poppe que narra los atentados de Noruega del verano de 2011. Primero fue una explosión contra varios edificios del Gobierno laborista en Oslo. Murieron ocho personas. Después fue una masacre a tiros en una isla del lago Tyrifjorden contra un campamento juvenil del Partido Laborista. Murieron 69 personas. La película de Poppe recrea la matanza de Utøya en un único plano secuencia subjetivo de 82 minutos. El trabajo de cámara es impecable. El guión es perverso pero no cae ni en el morbo ni en el sentimentalismo. El respeto a la memoria de las víctimas es en cualquier caso escrupuloso. Antes de dejarnos con el corazón en un puño, el director nos ofrece un contexto para los ataques: "el culpable era un noruego de 32 años de la extrema derecha".
El mismo día de los atentados, Anders Behring Breivik había publicado un manifiesto en el que llamaba a la guerra de "los pueblos nativos de Europa" contra "la invasión islámica" y contra "las élites culturales marxistas y multiculturalistas de Europa Occidental". Entre otras cosas, Breivik se lamenta de la fragmentación de la extrema derecha española y la invita a tomar el control político y militar. Es una lástima, dice, que España haya renunciado a su pasado de reconquista y reprocha a Zapatero que haya sucumbido a la inmigración masiva y a los musulmanes. En los días posteriores a los atentados, buena parte de la prensa atribuyó el comportamiento de Breivik a alguna clase de perturbación mental y pasó de puntillas sobre su motivación ideológica. Que los medios lo descalificaran como "lobo solitario" ayudaba muy poco a comprender el fermento del extremismo islamófobo que estaba a punto de florecer en los parlamentos de los países europeos.
Entre otras cosas, Breivik se lamenta de la fragmentación de la extrema derecha española y la invita a tomar el control político y militar
El pasado viernes, un australiano de 28 años llamado Brenton Tarrant mató a tiros a 41 personas en la mezquita Al Noor de la ciudad neozelandesa de Christchurch. Poco después se registró otro tiroteo contra la mezquita vecina de Linwood y murieron siete personas. Tarrant, que retransmitió la masacre mediante una cámara adherida a su casco, había publicado un manifiesto en el que aseguraba contar con la bendición de Anders Breivik. Dice Tarrant que el hombre blanco está combatiendo al invasor extranjero. Que hay que alentar un clima de pánico entre los musulmanes. Donald Trump y Marine Le Pen son una referencia nacionalista en la defensa de la identidad blanca contra la inmigración islámica. Tarrant se declara, en definitiva, un orgulloso fascista. Un racista que alienta la guerra étnica para evitar "el genocidio blanco".
Brenton Tarrant ha demostrado una asombrosa habilidad para transformar una matanza ideológica en una performance de amplia repercusión mediática. Entre los pormenores más pintorescos del ataque de Nueva Zelanda hay que mencionar sin duda la decoración del arma asesina. En las imágenes difundidas por la prensa puede verse un fusil negro abarrotado de inscripciones en color blanco, nombres y fechas de una honda carga simbólica. Aparece el nombre de David Soslan, rey consorte de Georgia que combatió a los musulmanes en los siglos XII y XIII. Aparece Marco Antonio Bragadin, oficial veneciano que combatió a los otomanos en el siglo XVI. Aparece Luca Traini, el fascista italiano de la Liga Norte que disparó contra seis inmigrantes africanos en 2017. Aparece la batalla ruso-turca de Kagul de 1770. Aparece el número 14 en honor a un lema supremacista de catorce palabras acuñado por el miembro del Ku Klux Klan David Lane. En el arma de Tarrant hay más de cuarenta menciones de este género.
Entre la nómina más o menos confusa de oficiales remotos y consignas enigmáticas, es posible reconocer algunas otras alusiones más familiares. En el fusil de Tarrant aparece, por ejemplo, el nombre de Josué Estebánez, el militar nazi que mató al antifascista Carlos Palomino en el metro de Madrid en 2007. Estebánez, que se dirigía a una manifestación racista de Democracia Nacional, agarró su navaja en cuanto vio a un grupo de jóvenes con la intención de "agredir a cualquiera de ellos con el menor pretexto por su enfrentada divergencia de pensamiento". Eso dice al menos la sentencia que en 2009 lo condenó a 26 años de prisión por asesinato con agravante de odio ideológico. El día del juicio, las cámaras de TVE recogieron las imágenes de una joven encapuchada que lanzaba octavillas y gritaba "Josué Libertad" mientras la Policía la alejaba de los familiares de la víctima. Esa joven se llamaba Melisa y todavía no sabíamos que unos años más tarde iba a convertirse en la líder del colectivo nazi Hogar Social Madrid.
En el fusil de Tarrant puede leerse también un número que no cuesta mucho trabajo relacionar con la batalla de Lepanto: 1571. Nueve días antes del atentado de Nueva Zelanda, el portavoz de Vox Javier Ortega Smith había reivindicado en el Parlamento Europeo la repercusión de esta contienda en nuestros días. "Sin la batalla de Lepanto, las señoras de esta sala llevarían burka". También Santi Abascal apela una y otra vez a la memoria de Lepanto y no pierde ocasión de celebrar la victoria. "¡Lepanto! #EspañaGrandeOtraVez", escribía el líder ultra cuando la selección española de fútbol se imponía a la selección turca en la Eurocopa de 2016. Los libros de Historia nos muestran el enfrentamiento naval de Lepanto como una victoria decisiva de la Liga Santa católica contra el Imperio Otomano. En una reinterpretación interesada de los hechos, la extrema derecha española reclama un pasado cristiano, imperial y legendario que habría de someter una y otra vez por la fuerza al enemigo musulmán.
En una reinterpretación interesada de los hechos, la extrema derecha española reclama un pasado cristiano, imperial y legendario que habría de someter una y otra vez por la fuerza al enemigo musulmán
Hay una tercera apelación en el arma de Nueva Zelanda que tiene que ver con el imaginario mitológico del nacionalismo español. En uno de los cargadores del fusil se lee "Pelayu", el nombre del monarca astur al que la derecha carpetovetónica atribuye el comienzo de la “Reconquista”. Hacía mucho tiempo que no escuchábamos un concepto tan casposo en la política española, pero Vox lo recuperó para la campaña de los comicios andaluces. En un vídeo electoral, un Santi Abascal a caballo emulaba a Don Pelayo y llamaba a reconquistar España. Un mes más tarde, Pablo Casado convocaba a los medios en el hotel Reconquista de Oviedo para presumir del nuevo gobierno trifachito andaluz. Esta vez, dice Casado, haremos la "Reconquista" al revés: desde Andalucía hasta Asturias. La derechona reivindica a Don Pelayo como germen de la España cristiana y castigadora de moros en la batalla de Covadonga. Precisamente en Covadonga, Santi Abascal presentó en 2015 su candidatura de Vox al Congreso y aprovechó su alocución para reclamar el cierre de mezquitas. "Si en Covadonga hubiéramos tenido pancarteros del NO A LA GUERRA estaríamos todos mirando a La Meca y todas con burka", dijo entonces Abascal.
La retórica de la nueva extrema derecha mundial tiende un hilo hacia las mitologías del pasado que le permite legitimar su discurso de odio y dotarlo de lustre histórico. El fenómeno no es nuevo. En septiembre de 2004, unos meses después de los atentados del 11-M en Madrid, José María Aznar explicaba en la universidad de Georgetown que "el problema de España con Al Qaeda" no había empezado en Iraq sino en el siglo VIII, cuando "España, recién invadida por los moros, rechazó convertirse en una pieza más del mundo islámico". Aznar no es Anders Breivik. Aznar no es Brenton Tarrant. Pero detrás de su apelación a la gloria del cristianismo civilizador, hay un panorama devastado de doscientos mil civiles iraquíes muertos en una guerra carnicera librada en nombre del petróleo. Santi Abascal no es José María Aznar, pero detrás de sus florituras militaristas y de su historicismo magufo hay una proclama en el aquí y en el ahora que exige la expulsión de 52.000 inmigrantes que trabajan en Andalucía. Ortega-Smith no es Don Pelayo ni Fernando el Católico, pero detrás de su épica medievalista hay un mensaje de odio contra la solidaridad humanitaria mientras en el Mediterráneo han muerto ahogadas alrededor de 18.000 personas en los últimos cinco años.
La retórica de la nueva extrema derecha mundial tiende un hilo hacia las mitologías del pasado que le permite legitimar su discurso de odio y dotarlo de lustre histórico
Hace algunos días pude ver 'Utoya. 22 de julio', la película de Erik Poppe sobre la matanza de Anders Breivik en Noruega. Este pasado viernes, tuvimos a nuestra disposición en internet la película real, sin guión y sin actores, de la matanza de Brenton Tarrant en Nueva Zelanda. Hay otra película diaria, pertinaz y silenciosa, que se reproduce sin escrúpulos en todos nuestros televisores. Es la película de los políticos ultras que apelan en horario de máxima audiencia a Don Pelayo y a los Reyes Católicos y a las Navas de Tolosa y a los Tercios de Flandes con el único propósito de vestir de prestigio histórico su intolerancia. Los mismos medios de comunicación que han minimizado el móvil ideológico de Breivik y de Tarrant babean con las consignas ultras de Vox y de Casado y de Hogar Social Madrid. Y nos los meten hasta en la sopa y después se preguntan cómo han podido ganar las elecciones o cómo es posible que un pobre lunático se haya cargado a cuarenta y nueve infieles en una isla remota. Seguid normalizando el supremacismo. Seguid creyendo que las batallitas de la Reconquista son un divertido guiño folclórico y no una construcción ideológica de nostalgia imperial y de odio étnico. Luego las lágrimas de cocodrilo. Luego las manos a la cabeza.
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