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17.10.25

"Creían que tener sexo conmigo era su derecho"

  • Kamchatka

Virginia Giuffre se suicidó el pasado mes de abril. Tenía 41 años y llevaba desde los 17 peleando contra las heridas que un grupo de hombres ricos y poderosos le hicieron a una niña pobre y vulnerable. Virginia fue una de las mujeres que destapó el caso de Jeffrey Epstein, un poderoso financiero estadounidense que, junto a su pareja, la socialité británica Ghislaine Maxwell, dirigía una red de tráfico y explotación sexual de chicas jóvenes, muchas de ellas menores de edad.

Su testimonio fue clave para conocer cómo Epstein y Maxwell reclutaban a sus víctimas aprovechándose de su situación de extrema precariedad, prometiéndoles oportunidades y apoyo, para luego abusar de ellas y ofrecerlas a sus amistades: un círculo de hombres influyentes compuesto por empresarios, políticos, académicos e incluso algún miembro de la realeza británica.

Mientras Virginia libraba una larga batalla judicial y mediática contra algunas de las figuras más poderosas del establishment, sus últimos meses de vida aumentaron el sufrimiento debido a un proceso de divorcio con su marido, al que acusó de abusos y maltratos, y a la batalla judicial por la custodia de sus tres hijos. A pesar de que lideraba un proyecto dedicado a ofrecer auxilio a mujeres y jóvenes víctimas de abusos y de transmitir una imagen de fortaleza y serenidad, detrás de esa apariencia de una nueva vida cosida a jirones se escondían las secuelas del trauma y el peso de la encrucijada contra un sistema que casi siempre protegió a los agresores.

Antes de fallecer, Virginia dejó escritas unas memorias que saldrán publicadas el próximo 21 de octubre con el título de 'Nobody’s Girl'. En ellas ofrece un relato pormenorizado de su experiencia, lleno de la crudeza del dolor, pero también de la valentía y la esperanza de una mujer que se atrevió a romper el silencio.

A continuación, reproducimos un adelanto editorial de esas memorias.

"Todavía recuerdo la primera vez que caminé por los cuidados jardines de Mar-a-Lago. Era temprano por la mañana; el turno de mi padre comenzaba a las siete, y me había llevado con él al trabajo. El aire era denso y húmedo, y los veinte acres de vegetación y césped perfectamente recortado del club parecían brillar.

Mi padre se encargaba de mantener las unidades de aire acondicionado del complejo, además de sus cinco canchas de tenis, así que conocía bien el lugar. Recuerdo que me dio un breve recorrido antes de presentarme al gerente, quien accedió a contratarme. Ese primer día me entregaron un uniforme: un polo blanco con el escudo de Mar-a-Lago bordado, una falda corta blanca y una etiqueta con mi nombre que decía JENNA, en mayúsculas. (Aunque mi nombre era Virginia, todos en casa me llamaban Jenna).

A los pocos días, mi padre me dijo que quería presentarme al señor Trump. No eran amigos, pero mi padre trabajaba duro y eso a Trump le gustaba.

"Esta es mi hija", dijo mi padre con voz orgullosa.

Trump no pudo haber sido más amable. Me dijo que le parecía fantástico que trabajara allí.

"¿Te gustan los niños?", me preguntó. "¿Haces de niñera?".

Me explicó que tenía varias casas junto al complejo que prestaba a sus amigos. Pronto empecé a ganar algo de dinero extra cuidando a los hijos de los socios unas cuantas noches por semana. Fue mi primer trabajo diario y me dio la visión real de un futuro mejor.

El spa, al igual que el resto del complejo, era dorado, con acabados de lujo y una decoración impecable. Había bañeras enormes de color dorado, como las que imaginarías en el baño de un dios. Me maravillaba ver lo tranquilos que parecían sentirse todos allí dentro. Mis tareas —preparar té, ordenar los baños, reponer las toallas— me mantenían fuera de las salas de masaje, pero podía observar lo relajados que salían los clientes. Empecé a pensar que, con la formación adecuada, quizás algún día podría ganarme la vida ayudando a otros a aliviar el estrés. Tal vez, pensaba, su curación alimentaría también la mía.

Un día caluroso, unas semanas antes de mi diecisiete cumpleaños, caminaba hacia el spa de Mar-a-Lago, rumbo al trabajo, cuando un coche disminuyó la velocidad detrás de mí. Dentro viajaban una socialité británica llamada Ghislaine Maxwell y su chófer, Juan Alessi, a quien ella insistía en llamar "John". Años más tarde, Alessi declararía bajo juramento que aquel día, cuando Maxwell me vio —mi largo cabello rubio, mi complexión delgada y lo que él describió como una apariencia notablemente "joven"—, le ordenó desde el asiento trasero:

"¡Para, John! ¡Detente!

Alessi obedeció, y más tarde supe que Maxwell salió del coche y me siguió. Entonces aún no lo sabía, pero un depredador se acercaba.

Virginia Giuffre a la edad en la que conoció a Jeffrey Epstein y Ghislaine Maxwell

Imagina a una chica con un uniforme blanco impecable, sentada tras un mostrador de recepción. Es delgada, con una cara salpicada de pecas y un largo cabello rubio recogido con una cinta. En esa tarde sofocante, el spa está casi vacío, así que la chica aprovecha para leer un libro de anatomía que ha tomado prestado de la biblioteca. Espera que ese libro le ofrezca algo que ha echado en falta durante demasiado tiempo: un propósito.

"¿Cómo sería sobresalir en algo?", se pregunta.

Levanto la vista del libro y veo acercarse a una mujer llamativa, de cabello corto y oscuro.

"Hola", dice la mujer con calidez.

Parece tener algo más de treinta años, y su acento británico me recuerda a Mary Poppins. No sabría decir qué diseñador viste, pero estoy segura de que su bolso cuesta más que el camión de mi padre. Extiende una mano perfectamente cuidada para saludarme.

"Ghislaine Maxwell", dice, pronunciando su nombre como "Giilen".

Yo señalo mi etiqueta.

"Soy Jenna", respondo, sonriendo como me han enseñado a hacerlo.

Los ojos de la mujer se posan en mi libro, lleno de notas adhesivas.

"¿Te interesa el masaje?", pregunta. "¡Maravilloso!".

Recordando mis obligaciones, le ofrezco una bebida y ella elige té caliente. Voy a prepararlo y regreso con una taza humeante. Espero que ahí termine la conversación, pero la mujer continúa hablando. Me cuenta que conoce a un hombre rico, miembro veterano de Mar-a-Lago, que está buscando una masajista para viajar con él.

"Ven a conocerlo", dice. "Ven esta noche después del trabajo".

Aún hoy, más de veinte años después, recuerdo lo emocionada que me sentí. Siguiendo sus instrucciones, anoté su número de teléfono y la dirección de su "amiga rica": el 358 de El Brillo Way.

"Nos vemos más tarde", dijo Maxwell, despidiéndose con un leve movimiento de muñeca. Y se fue.

Unas horas después, mi padre me llevó a El Brillo Way. El trayecto duró apenas cinco minutos y hablamos poco. No hacía falta explicarle a mi padre la importancia de ganar dinero. Cuando llegamos, nos encontramos ante una enorme mansión de dos plantas y seis dormitorios. En los documentales de televisión se la ha mostrado pintada de un blanco elegante, como lo estuvo años después. Pero en el verano de 2000, la casa a la que llegamos era de un rosa chillón.

Alessi obedeció, y más tarde supe que Maxwell salió del coche y me siguió. Entonces aún no lo sabía, pero un depredador se acercaba

Salí del coche antes de que mi padre apagara el motor, caminé hasta la gran puerta de madera y toqué el timbre. Maxwell abrió enseguida y salió a recibirme.

"Muchas gracias por traerla", le dijo a mi padre con una sonrisa, aunque parecía impaciente porque se marchara. "Jeffrey está deseando conocerte".

Caminé detrás de Maxwell intentando no mirar demasiado las paredes, cubiertas de fotografías y pinturas de mujeres desnudas. Pensé que quizá así era como la gente rica, con gusto "sofisticado", decoraba sus casas. Al llegar al rellano del segundo piso, Maxwell giró a la derecha y me llevó hasta un dormitorio. Dimos la vuelta a una cama king size y entramos en una habitación contigua con una camilla de masaje. Un hombre desnudo estaba tumbado boca abajo sobre ella, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados. Cuando nos oyó entrar, levantó un poco la cabeza para mirarme por encima del hombro. Recuerdo sus cejas espesas y las líneas profundas de su rostro mientras sonreía.

"Saluda al señor Jeffrey Epstein", me indicó Maxwell.
Pero antes de que pudiera hacerlo, el hombre habló:
"Puedes llamarme Jeffrey", dijo. Tenía cuarenta y siete años, casi tres veces mi edad.

Frente al cuerpo desnudo de Epstein, busqué con la mirada alguna señal de Maxwell. Nunca había dado un masaje, y mucho menos a un hombre desnudo. Pensé: "¿No se supone que debería estar cubierto con una sábana?" Pero la expresión indiferente de Maxwell indicaba que la desnudez era normal.
"Tranquila, me dije a mí misma. No desperdicies esta oportunidad".

Palm Beach estaba a solo 25 kilómetros de mi ciudad natal, Loxahatchee, pero la distancia económica hacía que pareciera otro mundo. Necesitaba aprender cómo se comportaba la gente rica. Además, aunque el hombre en la camilla estaba desnudo, el hecho de que hubiera una mujer presente me tranquilizaba un poco. Ella comenzó la lección. Me explicó que, al dar un masaje, debía mantener siempre una mano en contacto con la piel del cliente, para no sobresaltarlo.

"La continuidad y el flujo son clave", dijo.

Comenzamos por los talones, subiendo por su cuerpo. Cuando llegamos a sus glúteos, intenté pasar directamente a la parte baja de su espalda, pero Maxwell colocó sus manos sobre las mías y las guió de nuevo hacia su trasero.

"Es importante no ignorar ninguna parte del cuerpo", me dijo. "Si te saltas algo, la sangre no circulará bien".
"Sabemos a que escuela va tu hermano", dijo Epstein, con voz tranquila. "Nunca debes contarle a nadie lo que sucede en esta casa".

Solo más tarde entendería cómo, paso a paso, ambos iban rompiendo mis defensas. Cada vez que sentía una punzada de incomodidad, bastaba con mirar a Maxwell para convencerme de que estaba exagerando. Y así transcurrió aproximadamente media hora: una lección de masaje que parecía legítima.

Epstein me hizo preguntas:

"¿Tienes hermanos?"
"Dos", respondí.
"¿Cuál es tu escuela?"
Le conté que había dejado los estudios después de noveno grado, aunque solo tenía dieciséis años.
"¿Tomas anticonceptivos?"
La pregunta me pareció extraña para una entrevista de trabajo, pero Epstein aclaró que solo quería conocerme mejor, ya que quizá pronto viajaría con él. Le dije que sí, que tomaba la píldora.

"Lo estás haciendo muy bien", dijo Maxwell, mientras yo intentaba mantener mis manos sincronizadas con las suyas.

"Háblame de tu primera vez", dijo Epstein.

Dudé. ¿Quién le pregunta eso a una aspirante a empleada? Pero quería ese trabajo, así que respiré hondo y le conté, de forma vaga, algo de mi dura infancia: que había sido abusada por un amigo de la familia y que había pasado un tiempo en la calle. Epstein no se inmutó. Al contrario, se burló.

"Así que eras una chica traviesa".
"En absoluto", respondí a la defensiva. "Soy una buena chica. Solo me he encontrado en los lugares equivocados".

Epstein levantó la cabeza y me sonrió.

"Está bien", dijo. "Me gustan las chicas traviesas".

Entonces se dio la vuelta y, para mi horror, vi que tenía una erección. Instintivamente levanté las manos, como queriendo decir "alto". Pero al mirar a Maxwell, ella seguía imperturbable. Ignorando lo que ocurría, colocó sus manos sobre su pecho y comenzó a amasar sus pectorales.

"Así, como si nada estuviera fuera de lugar. Quieres alejar la sangre del corazón"

Epstein me guiñó un ojo y llevó una mano a su entrepierna.

"No te importa, ¿verdad?", preguntó mientras empezaba a tocarse.

En ese momento, algo dentro de mí se rompió. No sabría explicarlo de otra forma. Desde entonces, mis recuerdos de lo que sucedió a continuación son fragmentarios, rotos. Recuerdo a Maxwell desnudándose, con una sonrisa traviesa; recuerdo sus manos desabrochándome la falda y quitándome el polo blanco de Mar-a-Lago; recuerdo sus risas al ver mi ropa interior con pequeños corazones.

"Qué mona, todavía usa bragas de niña", dijo Epstein.

Tomó un vibrador y lo presionó entre mis piernas, mientras Maxwell me ordenaba que pellizcara los pezones de Epstein y ella frotaba los suyos… y los míos.

Un vacío familiar me invadió. ¿Cuántas veces había confiado en alguien solo para acabar herida y humillada? Sentí que mi mente empezaba a apagarse. Mi cuerpo no podía escapar de esa habitación, pero mi mente se negó a quedarse. Entré en una especie de piloto automático: sumisa, concentrada únicamente en sobrevivir

Muchas mujeres jóvenes, incluyéndome, fuimos criticadas por volver una y otra vez a la mansión de Epstein, incluso sabiendo lo que él quería de nosotras.

"¿Cómo puedes quejarte de haber sido abusada? Podrías haberte alejado", decían algunos.

Pero esa visión ignora lo que muchas habíamos vivido antes de cruzarnos con él, así como la habilidad que tenía para detectar a chicas vulnerables. Varias de nosotras habíamos sido abusadas o violadas en la infancia; muchas éramos pobres o incluso estábamos sin hogar. Éramos chicas a las que nadie prestaba atención, y Epstein fingía hacerlo. Un manipulador experto, lanzaba lo que parecía un salvavidas a las que ya se estaban ahogando. Si querían ser bailarinas, les ofrecía clases. Si soñaban con ser actrices, decía que las ayudaría a conseguir papeles. Y luego… hacía lo peor.

Un vacío familiar me invadió. ¿Cuántas veces había confiado en alguien solo para acabar herida y humillada? Sentí que mi mente empezaba a apagarse. Mi cuerpo no podía escapar de esa habitación, pero mi mente se negó a quedarse. Entré en una especie de piloto automático: sumisa, concentrada únicamente en sobrevivir

Un día, quizá dos semanas después de conocerlo, Epstein subió la apuesta. Estaba arriba, limpiando tras otro "masaje", cuando me llamó a su despacho.

"¿Por qué no dejas tu trabajo en Mar-a-Lago y trabajas para mí a tiempo completo? Quiero facilitarte las cosas", me dijo.

Pero añadió algunas condiciones: debía estar disponible para él día y noche. Y otra más: ya no podía vivir en el remolque con mis padres. Si me veían entrar y salir a todas horas, podrían sospechar.
Sostuvo un fajo de billetes, quizá dos mil quinientos dólares.

"Usa esto para alquilarte un apartamento", dijo.

Nunca había tenido tanto dinero en las manos. Le di las gracias, aunque una punzada de miedo me recorrió el cuerpo. A esas alturas había visto a docenas de chicas ir y venir de su casa. Muchas solo acudieron una vez. Si se deshacía de ellas tan rápido, ¿cuánto tardaría en deshacerse de mí? Epstein debió notar mis dudas, porque rodeó el escritorio, tomó una fotografía me la entregó. Era inequívocamente mi hermano pequeño, tomada desde cierta distancia. Sentí un nudo en el estómago.

"Sabemos dónde esté el colegio de tu hermano. Nunca debes contarle a nadie lo que sucede en esta casa". Y se calló durante unos segundos para después añadir: "Y, además, soy dueño del departamento de policía de Palm Beach. No harán nada al respecto".

Desde entonces, Epstein y Maxwell hicieron que estuviera siempre disponible. Algunos días, me llamaban por la mañana. Iba, hacía lo que Epstein quería y luego me quedaba junto a la piscina mientras él "trabajaba". Si Maxwell estaba allí, también debía atenderla sexualmente. Tenía una caja llena de vibradores y juguetes para esas sesiones. Sin embargo, nunca me pidió sexo a solas, solo cuando estábamos con Epstein. A veces había otras chicas y terminaba pasando allí el día entero.

Jeffrey Epstein y Ghislaine Maxwell junto a Donald y Melania Trump durante una fiesta en Florida en el año 2000

En octubre del año 2000, Maxwell viajó a Nueva York para reunirse con su viejo amigo, el príncipe Andrés, segundo hijo de la reina Isabel II. En Halloween, junto con otros invitados —entre ellos Donald Trump y su futura esposa, Melania Knauss—, Maxwell y el príncipe asistieron a una fiesta organizada por la supermodelo alemana Heidi Klum en el hotel The Hudson. Maxwell presumía con orgullo de sus amistades con gente famosa, especialmente con hombres. Le encantaba hablar de lo fácil que le resultaba llamar al expresidente Bill Clinton por teléfono; ella y Epstein habían visitado juntos la Casa Blanca cuando Clinton aún estaba en el cargo.

Aunque normalmente dormían en habitaciones separadas y rara vez se besaban o tomaban de la mano, me parecía que Maxwell y Epstein vivían en una completa simbiosis. Epstein, que describía a Maxwell como su mejor amiga, valoraba su habilidad para ponerlo en contacto con personas influyentes. Ella, por su parte, apreciaba que Epstein tuviera los recursos para financiar la vida de lujo que creía merecer, especialmente después de la muerte de su padre, el magnate de los medios Robert Maxwell.

En los entornos sociales, Maxwell parecía brillar; era el alma de la fiesta. Pero en la casa de Epstein, su papel era otro: la organizadora perfecta, quien programaba y gestionaba el interminable desfile de chicas reclutadas para complacerlo. Con el tiempo, llegué a verlos menos como pareja y más como dos mitades de una misma maldad.

Cuando pienso en ese período, no puedo sentir orgullo. Aunque la mujer adulta que soy entiende que la niña de entonces solo intentaba sobrevivir, aún me avergüenza lo pasiva que fui. Cada vez dependía más del Xanax y de otros medicamentos recetados por médicos a los que Maxwell me enviaba. A veces, cuando no soportaba la situación, podía tomar hasta ocho pastillas al día.

Epstein y Maxwell empezaron a prestarme a sus amigos, como una nueva fase "emocionante" de mi entrenamiento como masajista. Mis nuevos "clientes", dijo, eran un hombre y su esposa embarazada. Ambos necesitaban masajes, y Epstein me dio instrucciones precisas:

"Haz que ella se sienta cómoda, pero guarda la mayor parte de tu energía para él". Cuando dijo eso, lo miré con inquietud. ¿Quería decir lo que yo temía? "Dale lo que quiera. Igual que haces conmigo".

Aquella noche tomé un taxi hasta The Breakers, un hotel exclusivo de Palm Beach, no muy lejos de El Brillo Way. El hombre —al que llamaré el multimillonario número uno— y su esposa me recibieron en un apartamento dentro de la zona residencial del complejo. Primero trabajé con la mujer, que estaba embarazada. Como broma, Maxwell me había advertido de que un masaje mal hecho en los tobillos podía provocar un parto prematuro. Yo no sabía nada de masaje prenatal, pero hice lo mejor que pude, evitando tocarle los tobillos. Después de unos cuarenta y cinco minutos, ella dijo que se iba a dormir.

El apartamento estaba oscuro y me moví de puntillas hasta encontrar al multimillonario número uno en una sala de estar, desnudándose. Esperaba, contra toda esperanza, que solo quisiera un masaje. Empecé a trabajar sobre sus músculos cuando, de pronto, me miró y preguntó:

"¿No te sentirías más cómoda trabajando desnuda?"

Me decepcionó, aunque no me sorprendió. Tuvimos sexo en el suelo y, al terminar, me dio una propina de cien dólares. Cuando salí de allí esa noche, me invadió esa sensación ya conocida de vacío.

El siguiente "cliente" fue un profesor de psicología cuya investigación Epstein financiaba. Era un hombrecillo nervioso, calvo, de pelo blanco, que parecía incómodo en presencia de mujeres. No me pidió sexo directamente, pero Epstein había sido claro:

"Mantenlo contento, igual que hiciste con tu primer cliente".

Así que, cuando el profesor mencionó los "famosos masajes" de los que Jeffrey le había hablado, entendí lo que quería. Solo ocurrió una vez. La noche siguiente, me dijo que prefería ver películas, lo cual me alivió, aunque me preocupaba haberlo decepcionado de alguna manera que llegara a oídos de Epstein.

El profesor fue solo el primero de muchos académicos de prestigiosas universidades a los que me vi obligada a servir sexualmente. No lo sabía entonces, pero Epstein llevaba años intentando ganarse a los grandes pensadores del mundo. Se había convencido de que, aunque no tuviera títulos, estaba al nivel de ellos. Financiaba proyectos de investigación y los llevaba en sus aviones privados, lo que le abría todas las puertas.

Pero los científicos no fueron los únicos. Epstein usó su fortuna para ganarse acceso a todo tipo de hombres poderosos. Así terminé siendo traficada entre varios de ellos: un candidato a gobernador que luego ganó las elecciones en un estado del oeste, un exsenador estadounidense… Muchos ni siquiera me decían sus nombres. Años después, al ver fotos de los asociados de Epstein, reconocí algunos rostros.

El 10 de marzo de 2001 estábamos en Londres, alojados en un apartamento de Maxwell, una casa blanca a poca distancia de Hyde Park. Aquella mañana Maxwell me despertó con voz alegre:

"¡Arriba, dormilona! Hoy es un día especial. ¡Como Cenicienta, vas a conocer a un príncipe!"

Su viejo amigo, el príncipe Andrés, cenaría con nosotras esa noche, dijo, y teníamos mucho que preparar. Pasamos casi todo el día de compras. Maxwell me compró un bolso de Burberry y tres conjuntos diferentes. Cuando regresamos, los extendí sobre la cama: dos vestidos elegantes y un tercer conjunto por el que yo había insistido: una camiseta rosa sin mangas y un par de vaqueros brillantes, bordados con caballos entrelazados. Después de ducharme y secarme el pelo, me los puse. Maxwell no estaba entusiasmada, pero yo idolatraba a Britney Spears y Christina Aguilera, y aquel atuendo me hacía sentir como una de ellas. Cuando el príncipe Andrés llegó esa noche, Maxwell estaba más coqueta de lo habitual.

"Adivina la edad de Jenna", le dijo. El duque de York, que tenía entonces cuarenta y un años, acertó: "diecisiete".
"Mis hijas son un poco más jóvenes que tú", comentó con naturalidad.
Maxwell bromeó enseguida:
"Supongo que pronto tendremos que cambiarla".

A diferencia de su aspecto actual —canoso, corpulento y envejecido—, el príncipe seguía entonces en buena forma, con cabello castaño corto y un aire juvenil. Durante años había sido conocido como el playboy de la familia real. Cuando oí a Epstein llamarlo "Andy", empecé a hacerlo yo también.

Mientras charlábamos en la entrada, pensé que mi madre nunca me perdonaría si conocía a alguien tan famoso y no me hacía una foto con él. Corrí a buscar mi cámara desechable Kodak y se la entregué a Epstein. Recuerdo que el príncipe pasó un brazo alrededor de mi cintura, mientras Maxwell sonreía a mi lado. Epstein tomó la foto.

El príncipe Andrés junto a Virginia Giuffre. Al fondo, Ghislaine Maxwell

Después de una pequeña charla, los cuatro salimos a tomar el aire fresco de la primavera londinense. Fuimos a cenar y luego a un club nocturno llamado 'Tramp'. El príncipe me trajo un cóctel y me invitó a bailar. Era un bailarín torpe y sudaba profusamente. De regreso a casa, Maxwell me dijo:

"Cuando lleguemos, harás con él lo mismo que haces con Jeffrey".

Ya en la casa, Maxwell y Epstein se despidieron y subieron las escaleras, dejándome sola con el príncipe. En los años siguientes he pensado mucho en cómo se comportó aquella noche. Era amable, pero también arrogante, como si creyera que acostarse conmigo fuera su derecho. Le preparé un baño caliente; nos desnudamos y entramos en la bañera, pero no duramos mucho allí. Estaba ansioso por ir a la cama. Parecía fascinado con mis pies, los acariciaba, lamía mis arcos. Era algo nuevo para mí, y me hizo cosquillas. Pensé que quizá querría que le hiciera lo mismo, pero no fue así. Parecía tener prisa. Cuando terminó, me dio las gracias con su acento británico cortés. En mi recuerdo, todo duró menos de media hora.

A la mañana siguiente, Maxwell me dijo:

"Lo hiciste bien. El príncipe se lo pasó genial".

Epstein me dio quince mil dólares por "atender" al hombre que la prensa llamaba “Randy Andy”.

Mi segundo encuentro con el príncipe Andrés fue alrededor de un mes después, en la casa adosada de Epstein en Nueva York. Epstein lo recibió y lo condujo al salón, donde Maxwell y yo estábamos sentadas. Poco después llegó otra víctima, Johanna Sjoberg. Maxwell anunció al príncipe que le había comprado un regalo: una marioneta con su cara. Sugirió posar para una foto con ella. El príncipe y yo nos sentamos en el sofá; Maxwell colocó la marioneta en mi regazo y puso una de sus manos sobre mi pecho. Luego colocó a Johanna en el regazo del príncipe, y él puso la mano en su pecho. El simbolismo era imposible de ignorar: Johanna y yo éramos las marionetas de Maxwell y Epstein, y ellos movían los hilos.

No recuerdo con exactitud cuándo ocurrió mi tercer encuentro con el príncipe, pero sí dónde: en una isla privada de 29 hectáreas propiedad de Epstein en las Islas Vírgenes de Estados Unidos. El lugar, cerca de Saint Thomas, se llamaba Little Saint James, aunque Epstein prefería decir "Little Saint Jeff’s". En aquella ocasión no estábamos solos; fue una orgía.

"Tenía unos dieciocho años", declaré bajo juramento en 2015. "Epstein, Andy y unas ocho chicas jóvenes más tuvimos sexo juntos. Todas las demás parecían menores de edad y apenas hablaban inglés. Epstein se reía diciendo que eran las más fáciles de tratar".

El piloto de Epstein confirmó en una declaración que una anotación codificada (“AP”) en su registro de vuelo del 4 de julio de 2001 correspondía al príncipe Andrés. Dijo que ese día Epstein, el príncipe, otra mujer y yo volamos de Saint Thomas de regreso a Palm Beach. Supongo que la orgía que recuerdo ocurrió unos días antes de ese vuelo, cuando aún tenía diecisiete años. Tal vez nunca se sepa con certeza. Lo que sí sé, porque Epstein me lo dijo, es que el agente de modelos francés Jean-Luc Brunel, también presente, había proporcionado a las otras chicas.

Por todo lo que se ha revelado sobre los crímenes de Epstein y Maxwell, aún falta mucho por hacer. Porque algunas personas siguen creyendo que Epstein fue una anomalía, una excepción. Y se equivocan. Aunque el número de víctimas lo coloque en una categoría aparte, no fue un caso aislado. Su forma de ver a las mujeres y a las niñas —como objetos desechables, juguetes para el placer de los poderosos— no es tan rara entre ciertos hombres que se creen por encima de la ley. Y muchos de esos hombres siguen ahí fuera, viviendo con todos los privilegios de su poder.

No te dejes engañar por quienes dicen que no sabían lo que ocurría. Epstein no lo ocultaba; al contrario, parecía disfrutar mostrando lo que hacía. Y la gente lo veía: científicos, donantes de la Ivy League, magnates de la industria. Miraban… y no les importaba".

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