Muchas mujeres teníamos la fecha de ayer, jueves 26 de abril de 2018, marcada en el calendario. Desde hace semanas se palpaba la inquietud por la tardanza en el veredicto del caso de violación múltiple de Sanfermines, y cuando la Audiencia de Navarra anunció la fecha y hora de su lectura pública comenzamos una cuenta atrás colectiva. Hemos ido a trabajar, a clase, de cañas, a la compra toda la semana con los dedos cruzados y el corazón encogido. Todas éramos conscientes de lo mucho que estaba en juego. El valor de esta sentencia no se iba a medir en el número de años de condena, pues en ella se dirimiría mucho más que el castigo a los acusados: los límites de la libertad de las mujeres. Íbamos a conocer hasta dónde llegan. Eso es de lo que habla realmente la sentencia, de cuán libres somos. Y no ha dejado lugar a dudas: nuestra libertad llega hasta donde quieran los hombres que nos vayamos encontrando, es una cuestión de suerte.
Nos temíamos mucho la sentencia absolutoria, y finalmente fue condenatoria, pero condenando a la autodenominada Manada a 9 años de cárcel por abuso sexual en lugar de optar por el tipo penal de agresión sexual, por considerar que no se demuestra la existencia de violencia o intimidación, nos han condenado a nosotras junto a ellos.
Al rebajar a un abuso de superioridad un modo tan extremo de violación (perpetrada por un grupo de depredadores organizado para acudir a un evento festivo multitudinario en el que poder cazar a una mujer por medio del uso de las drogas y el engaño para poder llevarla a un lugar apartado y cerrado en el que penetrarla uno tras otro de forma brutal por todos sus orificios y además grabarlo para recrearse y presumir ante sus amigos) la despenalizan en la práctica. Han subido a lo más alto el listón de la violación, y con ello nos condenan a no poder bajar la guardia. A estar siempre alerta y vivir a la defensiva. A no poder ser alegres y despreocupadas ni cuando estamos en la edad de serlo más. Nos cercenan la adolescencia, la juventud, la espontaneidad, la improvisación. Nos condenan a ser agorafóbicas y a huir de las multitudes. A no poder reír chistes de nadie a quien no conozcamos. A adivinar segundas intenciones en cualquier hombre. A ser desconfiadas. A vigilar nuestros itinerarios como quien vive bajo amenaza terrorista.
Nos ha caído la cadena perpetua del “por si acaso”. Estamos condenadas a llevar siempre el móvil con la batería cargada y las llaves en la mano a modo de arma. A acelerar el paso cuando volvemos solas a casa. A no llamar la atención y pasar desapercibidas. A organizar nuestro ocio pensando antes en las posibles amenazas a nuestra seguridad que en nuestra diversión. A que todos nuestros planes deban llevar anexo una guía de prevención de riesgos. A evaluar el peligro antes de tomar cualquier decisión. A no poder desear y ligar sin suspicacia, sin remordimientos, sin pensar “¿y si resulta que…?”. Nos condenan hasta a muerte, porque si no arriesgamos nuestra vida, si no nos resistimos con todas nuestras fuerzas a nuestros captores, estaremos siendo cómplices de su delito, en lugar de las víctimas.
La mayor condena ha sido para ella, C., esa chica en la que apenas nos atrevemos a pensar porque su dolor nos duele, porque su herida nos late abierta dentro de todas y cada una de nosotras. Le han negado la única palabra que define lo que le ocurrió. No le han concedido ni siquiera la certeza de haber sido violada. Por eso hemos llorado tanto mientras gritábamos en la calle “no es abuso, es violación”. Porque la han condenado a preguntarse una y otra vez qué hubiera pasado si se hubiese retirado antes de la fiesta, sino no se hubiese fijado en los ojos tan bonitos de aquel chico, si hubiese dado una excusa para escaquearse a la primera señal de alarma, si no les hubiese seguido el rollo, si hubiese pataleado y chillado hasta desgañitarse. La han condenado a sentirse culpable, a dudar de sí misma.
La mala noticia es que su condena nos señala a nosotras, nos carga con la mayor parte del peso de la responsabilidad, valida la idea de la víctima mártir que debe inmolarse por su honor, impone una idea de violación que no se corresponde con la realidad cotidiana, esa en la que le abrimos la puerta a nuestro agresor porque le conocemos e incluso puede gustarnos, la cruda realidad en que muchas hemos tenido que “consentir” sexo no deseado para evitar algo peor. La buena es que nos negamos rotundamente a cumplir esa condena subsidiaria. Nos estamos organizando y concienciando, hemos descubierto que el problema no está en nosotras, que no depende de qué hagamos y cómo para evitar ser violadas, que es estructural y para solucionarlo tenemos que cambiarlo todo, desde el Código Penal hasta lo que entendemos por relaciones sexuales, desde lo político a lo personal.
Claro que tenemos miedo, porque va a ser sonada la reacción patriarcal a la toma de conciencia de las mujeres y a la de muchos compañeros hombres que están abriendo los ojos, que han empezado a responder a las boutades machistas en las redes y grupos de Whatsapp, a impugnar el puticlub obligatorio en las despedidas de soltero, que no quieren ver miedo en los ojos de las chicas que se cruzan a partir de cierta hora, que rechazan tener sexo con mujeres que no les desean. Pero hemos encontrado la forma de vencer ese miedo, si no podemos caminar solas por las calles, las tomaremos entre todas. La justicia nos ha condenado más a nosotras, pero ayer también hubo una condena social para ellos. Estamos corriendo delante de las instituciones y vamos a mover su línea de flotación.
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