Treinta años atrás, los gritos de Dolores Montoya "Chispa" estremecían el cementerio de La Isla, como si sonase de nuevo por los aires difíciles de San Fernando aquel viejo escalofrío gitano: "Cuando yo me muera,/ mira que te encargo/ que con las trenzas de tu pelo negro/ me amarren las manos". Rafael Duarte, el poeta, abría con discreción la puerta lateral del camposanto donde ahora reina la escultura de Berraquero que celebra para la historia a quien fue, definitivamente, leyenda en el tiempo.
La muchedumbre había seguido el féretro a hombros, hasta allí: "Aquel día, la ciudad se dio cuenta de quien era José Monge", sentenciaba hace unos días Enrique Montiel, uno de sus primeros y más certeros biógrafos.
Probablemente, el propio Camarón no sabía a ciencia cierta quien era en realidad. Al niño huérfano de padre de las Callejuelas, el que estudió en La Salle en las filas de los gratuitos pero se alistó a las alcayatitas gitanas de la herrería familiar, el que quiso ser torero o guitarrista, pero fue la voz más esclarecedora de la historia del flamenco del último medio siglo, le quedaba larga la chaqueta del mito. Se extrañaba de que la gente, los suyos, le acercaran los bebés para que les tocase con sus manos mesiánicas, o que la prensa francesa, tras su ascensión a los cielos del Cirque D´Hiver, le saludase como "El Mick Jagger del flamenco", "El Joe Cocker".
"Yo, en realidad –me confesó poco después--, no tenía ni idea de quienes eran esos señores, pero me explicaron que eran unos monstruos y dije entonces, pues si es así, bueno está".
Ignoro si en realidad ocurrió de cierto que en una ocasión intercambió sus calzoncillos con el líder de los Rolling Stones, pero Keith Richard le regaló una pelliza que terminó heredando Torrente Malvido, el hijo de Torrente Ballester, que le sirvió de manager, de chófer ocasional y de cómplice siempre, durante un largo periodo de sus vidas.
¿Qué diría de su posteridad? Probablemente, le abrumara, como –ahora se sabe porque lo hemos visto en Netflix—le sacó de quicio que, casi en el lecho de muerte, uno de sus afines quisiera dictarle lo que tenía que decirle a 'Informe Semanal' sobre los imposibles derechos de autor que iban a revender al alza en la hoguera de las vanidades. Lo imagino a veces levantándose del féretro para correr a gorrazos a quienes llamaban "ratero" a su hermano Paco de Lucía: cuanta infamia, cuanta difamación, cuanta osadía ignorante sigue poblando a menudo los platós de la telebasura.
Antes y después de La Leyenda
Camarón, tres décadas después de su muerte, no es sólo una bisagra en la historia del cante. Con el Hijo de la Portuguesa y la batuta severa de Antonio Sánchez Pecino, creó una formidable discografía inicial, con ecos del Chaqueta, de la Perla o la Repompa. Siguió siendo flamenco aún fuera del redil de la tradición, con una clara rebeldía que le llevaría a interpretar un cantable de Juan Luis Guerra con Ana Belén, o a dejarse a abrigar clásicamente por la Royal Philarmonic Orchestra.
En solitario o en compañía de otros, se hizo definitivamente mestizo, a partir de aquel disco tan descomunal y tan incomprendido en su día como fue 'La Leyenda del Tiempo', una obra donde alienta tanto su genio como la mano sabia de un buen productor en estado de gracia, Ricardo Pachón, y un aquelarre de sonidos sureños donde emergía su joven escudero Tomatito, los casi adolescentes Pata Negra, la heterodoxia de Kiko Veneno o parte del sexteto paquista –jorge Pardo, Rubem Dantas--, el bongó carismático del injustamente olvidado Pepe Ébano, el grupo Alameda en pleno, incluyendo a Pepe Roca en su guitarra eléctrica, el sitar de Gualberto García, que ya había recorrido largos vericuetos desde el grupo Smash, la formidable audacia percusiva de Manolo Soler, el de los cántaros, de José Antonio Galicia, de Tacita o de Tito Duarte.
En solitario o en compañía de otros, se hizo definitivamente mestizo, a partir de aquel disco tan descomunal y tan incomprendido en su día como fue 'La Leyenda del Tiempo'
Recuerda Ricardo Pachón, artífice de aquella obra maestra, que "Los gitanos viejos iban a las tiendas a devolver el disco diciendo que ese no era Camarón. Luego ha sido calificado en 'Rock de Luxe' como el mejor álbum de pop de los últimos 25 años, después de 'Veneno'. Con 'La leyenda...' José Monge Cruz le dio permiso a su tribu para que se desmadraran en el arte".
Yo le conocí por entonces. A José. Corría 1980 y merendaba en casa de unos amigos algecireños, entre porros, café y trago. En eso, llamaron a la puerta y apareció Camarón. Yo no había devuelto su disco sino que lo tenía rayado de tanto ponerlo.
"José, qué gran disco has hecho –le confesé--. Cómo has cantado la Rubayata de Omar Keiam, el romance del 800 de Fernando Villalón, los versos de Lorca…"
Camarón respondía con monosílabos y casi se justificaba argumentando que quería grabar otro disco, pero de flamenco puro, que le reconciliara con los puristas, aunque el purismo tardaría mucho en aceptarlo. Recuerdo que hablaba de su interés por la música griega y por los árabes. Al rato se fue y mis amigos –Antonio y José Luis Marín, íntimos también de Paco de Lucia-- empezaron a carcajearse a mandíbula batiente.
"¿De qué os reís, mamones?", les pregunté enojado.
"¿De qué nos vamos a reír? De que le has estado hablando al maestro de una gente que él no tiene ni puta idea quienes son".
"Pero –tercié--, ¿cómo no va a tener ni puta idea si ha cantado sus versos como nadie?"
José Luis se levantó, se acercó a una repisa, cogió la guía telefónica y me la puso encima de mis narices: "¿Tú ves esto? Pues el maestro la mete por tangos, que te cagas".
La fotografía de portada de La Leyenda, de Mario Pacheco, aquel perfil en brumas y en escorzo, color de humo gris, se convirtió un icono que aún perdura, de entre otras muchas instantáneas que le tomaron a lo largo de su vida fotogénica, desde el kistch fundacional, como de camisa con chorreras, al estudio de Pepe Lamarca con las camisas intercambiadas con Paco y con el fotógrafo. Desde las manos lunares de García Alix a las cámaras reporteras de Kiki o de Miguel Ángel Felipe, la imaginería camaronera ha llenado de pósters las habitaciones de varias generaciones y de varios mundos. Formidables iconos que han echado a los albañiles al clásico Guernica de Picasso, de la transición, al Ché Guevara de Korda e incluso al Sagrado Corazón de Jesús.
Desde las manos lunares de García Alix a las cámaras reporteras de Kiki o de Miguel Ángel Felipe, la imaginería camaronera ha llenado de pósters las habitaciones de varias generaciones y de varios mundos
Quizá uno de los fotógrafos que contribuyó como nadie a acuñar la imagen contemporánea y postrera de José fuera Alberto García Alix, sobre todo en una serie de instantáneas para un legendario número de la revista 'El Europeo', en 1990. En una entrevista concedida al escritor Montero Glez reconoció que la foto aparecía reproducida en muchos lugares sin su permiso o el del cantaor. Algo extrañamente normal en el mainstream contemporáneo. Cuando quiso fotografiar su tatuaje, Camarón se negó porque decía que los artistas no llevaban tatuajes: "¿Y entonces qué soy yo?", afirmó García-Alix desabrochando su camisa y dejando ver su torso profusamente dibujado.
Los libros de Camarón
Mientras seguía sin ser bien visto en determinados cuartos de los cabales, Camarón reinaba ya de joven sobre un país en transformación. De sus orígenes humildes –su madre, Tía Juana, luchó por sacar adelante a su prole tras la muerte de su marido, el herero--, pasó por la Venta Vargas, saltó a Sevilla o a Madrid con su compañero de aventuras, Alonso Núñez, Rancapino, cuando había sido presentado ya a Caracol y a Mairena, aunque no parece que a ninguno de ellos les hiciese demasiada gracia. Cameos en las ferias o en los carnavales. En la capital, Torres Bermejas. Su primer disco, con el guitarrista ceutí Antonio Arenas. Luego, galoparía como un potro salvaje junto a Paco de Lucía, por las praderas de la tradición y de la irreverencia, hasta convertirse ambos en nuestro mayo del 68, en nuestro paseo de la fama, en nuestro panteón de héroes locales que se fueron haciendo globales de a poquito, en el boca a boca de los iniciados –Quincy Jones, Peter Coyote, Stevie Wonder—antes de que existieran las redes sociales y los trending topic. Fueron nuestras estrellas del pop, siendo este –según Michael Caine- el único canon cultural que, hasta la fecha, había surgido de la clase obrera, a lo largo de la historia del mundo.
Cuando junto a Montiel me tocó seleccionar los contenidos del Centro de Interpretación Camarón de la Isla, en San Fernando, a partir del legado que había depositado la Chispa, encontramos cuatro libros que José conservaba: uno de ellos era la Biblia –no en balde, militaba tanto en todos los santos cristos como en el culto de la Iglesia de Filadelfia--; otro, un catálogo a todo color de modelos de guitarra, pero escrito en inglés, un idioma del que él no entendía ni papa; un tercero, las Rimas y Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer, a cuyos versos nunca puso voz, que yo sepa; y, finalmente, un ensayo militante de Marcelino Camacho, escrito durante su estancia en la cárcel de Carabanchel. Al poco de conocerle, allá por el 81, le pregunté por la política: "La política y las casas de discos están podridas", repuso con contundencia, aunque sin alterar demasiado su garganta monosilábica. Podía participar –como así hizo—en la fiesta que durante años organizó el PCE en la Casa de Campo, pero nunca se le conoció afinidad partidista, salvo una encendrada defensa de lo gitano, de su tribu, pero que nunca fue excluyente, aunque no faltó quienes lo usaran a título póstumo como una suerte de antídoto cultural contra los payos.
Nunca se le conoció afinidad partidista, salvo una encendrada defensa de lo gitano, de su tribu
En la primavera de 1983, invité a Camarón a actuar en la inauguración de la Feria del Libro de Algeciras. Estaba finiquitando la primera legislatura democrática, tras las elecciones municipales de 1979 y el concejal de Cultura, el andalucista Ángel Luis Jiménez, estaba encantado con la idea. Tenía que actuar a las 8 de la tarde en la Plaza Alta y, desde dos horas antes, una gitanería bullanguera y colorista, con sus mejores galas, había llenado las sillas de plástico que el Ayuntamiento dispuso entre las casetas de la Feria y un escenario. Media hora antes del bolo, Camarón llegó sin Tomatito: "No voy a cantar, porque Tomate no ha podido venir". A trancas y barrancas, le convencí que lo hiciera junto con un excelente tocaor local, Salvador Andrades, padre del genial José Manuel León. Pero lo cierto es que no se entendieron del todo y José resolvió el recital con apenas dos cantes y se retiró de escena. La bronca se veía venir. El público pedía más y el concejal también: "José, por favor –le pedía—haz otros dos cantes, al menos, que yo puedo pagarte algo más". Romerito, su compadre, un buen gitano que se buscaba la vida en el trajín del puerto y le hacía las palmas de vez en cuando, se volvió hacia el concejal y le soltó: "Que esto no es así, que el maestro no es una máquina tragaperras, que se le echan dos duros por las orejas y canta". No lo hizo. El respetable fue abandonando pacíficamente la plaza, comentando más o menos por lo bajini: "Las cosas de José".
Más allá de todo ello, están sus letras, las que él mismo escribió –unas 17--, las de Antonio Sánchez Pecino en su libretita famosa, las de Pepe de Lucía, las de Antonio Humanes o Carlos Lencero, o las de los poetas, entre quienes cabe incluir también a Miguel Hernández, también prematuramente muerto y, como Federico, con buena parte de su obra por hacer. Y no se haría.
Conoció el via crucis habitual de la fama, pero no su endiosamiento: la droga, el terrible accidente mortal de tráfico por el que se sentó en el banquillo, las espantás de los festivales en que estaba anunciado, pero que no fueron tantas como se dice porque algunos espabilados le anunciaban sin su permiso, a sabiendas que el público casi esperaba que no se presentase.
Ganaba mucho dinero, pero a toca teja. Nunca entendió demasiado de royalties y prefería dos millones de pesetas en mano que luchar por una mayor comisión con cargo a las ventas de sus discos. Con sus ingresos, no sólo cuidaba a su familia sino a numerosos allegados o invertía las ganancias en artículos tan singulares como un BMW a escala que le compró a su hijo mayor y que no pudo conducir nunca: "José, es que el niño tiene doce años y ese cochecito puede alcanzar los 80 por hora –le explicaba en su casa linense el abogado y aficionadísimo flamenco Juan José Silva--. Si acaso, llévatelo con mucho cuidadito a pasearlo por el parque, pero el niño no puede conducirlo por la calle".
Un icono internacional
El celebérrimo productor, músico y compositor estadounidense, Quincy Jones, fue el responsable de llevar a Camarón al Festival de Jazz de Montreux, en un cartel compartido con su escudero Tomatito, Lole y Manuel, El Pele y Manolo Sanlúcar. El pintor Miguel Vallecillo, por su parte, le llevó dos años consecutivos, a finales de los 80, hasta Le Cirque d´Hiver de París colgando el "no hay entradas" en las taquillas.
Jones, que trabajó con numerosos intérpretes de músicas diversas, desde Gil Evans a Michael Jakcson, engolosinó a este último, que ya había adquirido los derechos de los Beatles, o a Stevie Wonder, con la posibilidad de adquirir por una cantidad millonaria los de Camarón. Pero el cantaor tan sólo tenía registradas en la SGAE las letras de dieciocho cantes, porque como intérprete sólo tenía derecho por lo común a los royalties discográficos. La operación fracasó y dejó con la miel en los labios a José, al borde de la muerte, y a su familia, dando pie a un equívoco injusto que agravó el dolor que a Paco de Lucía le provocó el prematuro fallecimiento de su amigo. El indiscutible amor del guitarrista hacia José quedó patente en numerosas ocasiones, desde su discurso al recoger el Premio Príncipe de Asturias a las declaraciones a su propio hijo, Curro Sánchez, en el prodigioso documental 'La búsqueda', que mereció un Goya de la Academia.
José se sentía sorprendido, por su nombradía, desconfiaba de los "flamencólicos", como llamaba a los que creían saber más que nadie y vagaba por ventas remotas, más en busca de cantes que de noches. De los peligros del espacio exterior, se refugiaba en su clan, en su casa de La Línea de la Concepción, junto con Chispa y su chiquillería, junto a sus formidables aparatos electrónicos de grabación --¿qué habría sido capaz de hacer con el protools?, nadie podría imaginarlo--, sus guitarras y sus aficiones.
Cuando la Junta de Andalucía le otorgó a título póstumo la pintoresca Llave del Cante, se le entregó en la Diputación de Cádiz. El periodista Fernando Santiago, director del servicio de vídeo de dicha institución, me preguntó si creía posible realizar un documental sobre el cantaor y si su viuda tendría películas inéditas para poder darle forma. Llamé a Dolores y me dijo que sí y que fuéramos a verla: tarde de sábado con papelón de pasteles en la calle linense del Teatro. Ella preparó unos cafés y se sentó con nosotros a comerse los dulces.
"Chispa –le dije--, ¿podemos ver las películas de José?"
"Ahí las tienes", respondió.
Y allí estaban, sobre la mesa junto al tresillo de estampados orientales en terciopelo: 'Currito de la Cruz', 'Quo Vadis', 'Los Siete Magníficos'.
Alexis Morante, andando el tiempo, logró recobrar algunas de aquellas otras cintas que pudimos ver aquella tarde en La Línea: Camarón en el Rocío, a caballo, Camarón tocando una mandolina –"qué guapo está con la güendolina", musitó Chispa--, Camarón en su boda… El cineasta algecireño, que dirigió 'Camarón, flamenco y revolución', con Raúl Santos como coguionista y la voz eterna de Juan Diego en la narración del filme, habla de una resurrección de la persona y la del personaje, a partir de que deja la heroína porque sus hijos vuelven abrumados a casa cuando otro niño les dice en el colegio que su padre es un drogadicto. Limpio de polvo y paja, inicia ahí, aunque por tiempo demasiado breve, su mayor proyección internacional, desde París a Nueva York o a Montreux. Representa al flamenco, al buen salvaje, a un raro jazz, a una suerte de música étnica similar a la que Peter Gabriel empieza a difundir desde África.
Camarón, después de Camarón
Tres décadas después de su muerte, su célebre fotografía junto a Curro Romero engalana a menudo las furgonetas de los mercadillos ambulantes, por no hablar de un sinfín de merchandisings, vinilos silueteados, posters, camisetas, mochilas o llaveros, que celebran el semblante del cantaor. O los tatuajes: como él llevara una luna y una estrella, muchos seguidores han impreso sobre su piel la impronta de su efigie. Dolores Montoya, "Chispa", su viuda, también se tatuó en la espalda otro camarón, pero en forma de marisco.
"¿Qué saca su familia de todo esto?", suele preguntarse ella, con la razón que le asistió cuando a lo largo de su viudedad, ha intentado rentabilizar para sus hijos el legado de su padre, en un largo laberinto de contratos discográficos, viejos y nuevos, pero que suele lamentar que no haya podido crear una marca o un mecanismo legal que impida la sobre-explotación del nombre o de la figura de su esposo.
Desde la ultratumba, ha inspirado películas como 'La leyenda del tiempo', de Isaki Lacuesta. Y, el igual que Jaime Chavarri convirtió a José en protagonista de una controvertida biopic que también lleva su nombre y que protagoniza un milagroso Oscar Jaenada, Montero Glez le convirtió en personaje para su novela 'Pistola y cuchillo'. El autor de 'Sed de champán' utiliza como narrador de la historia a un entrenador de gallos de pelea que se cita en la Venta de Vargas con él para amañara una riña: "En los seis años que seguí por toda España a Camarón sólo crucé con él un 'buenas noches' pero fue suficiente. No quería hacer una biografía sino revivirle a partir de una mentira, de una fábula", afirmó Montero al publicarla. En su portada, en la edición de El Aleph y Mario Muchnik, volvía a contemplarse la foto de la mano tatuada de José, fumando un cigarrillo.
Desde Sabina a Estopa, ha sido carne de letras de canciones. O de viñetas de cómics, de la mano de Sete González o del escritor Carlos Reymán y el dibujante Raulowsky. Ha inspirado musicales, su 'Leyenda del tiempo' ha transitado por gargantas tan diversas como las de Raimundo Fagner, Arcángel o Pasión Vega.
Desde Sabina a Estopa, ha sido carne de letras de canciones. O de viñetas de cómics, de la mano de Sete González o del escritor Carlos Reymán y el dibujante Raulowsky. Su 'Leyenda del tiempo' ha transitado por gargantas tan diversas como las de Raimundo Fagner, Arcángel o Pasión Vega
Camarón sólo protagonizó, en vida, dos películas, una secuencia de 'Sevillanas' de Carlos Saura y otra –a bordo de una moto, cantando 'Seré serenito' en play back--, en 'Casa flora', dirigida por Ramón Fernández en 1973, a mayor gloria de Lola Flores. Los buscadores de tesoros andan detrás de otra, que no fue estrenada nunca en salas comerciales: un pasatiempo casero que, según Francisco Perejil en su libro 'Camarón, el dolor de un príncipe', fue rodado en Tarifa por el naviero Juan Luis Bandrés –a la sazón asesinado a tiros años más tarde--, con José Monge luciendo un penacho de plumas al estilo sioux. Hay otras imágenes que han ido saliendo a partir de la pesquisa de Ricardo Pachón, el productor por antonomasia del nuevo flamenco, incluyendo a José. Pero otras permanecen en los cajones esperando quizá una oferta millonaria. Desde fiestas rocieras a Camarón, aquel cantaor que quiso ser guitarrista, interpretando un sitar o una mandolina.
En los últimos treinta años, la estela internacional de Camarón ha crecido largamente: si en su día el buen flamenco llamado Niño de los Brezos ganó un concurso como un clon de José, en el rincón flamenco de Nanas, en el corazón de Tokyo, pude asistir a la pintoresca interpretación de 'Como el agua', por un cantaor japonés que se hacía llamar El Komoron de Tokyo.
Aunque le gustaba el toreo más que el fútbol, seguro que no le hubiera parecido mal que Sergio Ramos luciera en 2013 en la Copa Confederaciones unas botas con su nombre en un par y el de Michael Jackson en el otro. José Monje siempre fue flamenco pero fue mucho más que un flamenco. Bastaría con pasear por las páginas del número 9 de la revista La Caña, aparecido en 1993, con un índice que incluye textos del propio Paco de Lucía, pero también, entre otros, del actor Peter Coyote, Santiago Auserón, Javier Krahe, Pedro Calvo o Joaquín Sabina, Manolo Tena, Javier Ruibal, Martirio y Kiko Veneno. Y es que hasta Julio Iglesias confesó en una ocasión a Jesús Quintero que "yo tuve la idea absurda de cantar con Camarón hace siete, ocho o nueve años. Y aunque parezca absurda la idea era factible en aquellos momentos".
"Después Camarón cayó, como tú sabes, muy enfermo y ya se perdió esa idea", añadió, mientras revistas internacionales equiparan a José, por su temprana muerte, con Kurt Cobain o Freddie Mercury. Aquí y allá, sigue despertando pasiones: Camarón, que llegó a cantar para los presos en 1990 y que fue condenado a un año de prisión tras un accidente mortal, probablemente se sentiría identificado con V.V.M., un recluso del centro penitenciario de Valladolid al que se le añadió una pena de seis meses a su condena, por un delito de atentado a un funcionario. Y es que, durante un registro en su celda en 2016, le requisó un CD de Camarón de la Isla, por lo que terminó propinándole una acometida.
Sellos de correos con su cara, exposiciones sobre su vida y su obra. Mucha gloria y poca vida. Como el Memphis de Elvis, San Fernando recibe a los peregrinos de José, que se reparten entre el cementerio, la Venta de Vargas, lo que queda -restaurado- de su casa natal o el Centro de Interpretación que se inauguró hace un año y pico.
Pero qué lejos Camarón de las aulas universitarias y en La Sorbona se oyó leer una tesis sobre su figura, a cargo de Mercedes García Plata, que mereció los mayores parabienes por su trabajo. Sobre José han aparecido numerosas biografías, incluyendo 'La Chispa de Camarón', a partir de las entrevistas mantenidas por Alfonso Rodríguez con la viuda del genio y con una decena de allegados, como una historia coral, las teselas de un mosaico que seguimos reconstruyendo pieza a pieza.
A los ingredientes del mito, le faltaba la muerte: «Vive deprisa, muere joven y deja un cadáver bonito», la frase que jamás pronunció James Dean sino que le tocó decir a John Derek en 'Llama a cualquier puerta' (1949), un thriller protagonizado por Humprey Bogart. A sus 42 años, José Monge cumplió a rajatabla con dicho catecismo. Pero nunca se durmió. Ni se lo llevó la corriente.
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